Nada más comenzar la sesión, el director de la película se presenta a sí mismo y nos advierte de que la sala es el lugar idóneo para ver su película. No le faltaba razón, en cualquier otro formato un ser humano con capacidad mínima de raciocinio habría tirado del botón "palante" a los 15 primeros minutos del film. A los 20 el botón de pausa, y a los 30 el de autodestrucción.

Tremendo sopor de infinito metraje que condensa la pedantería del fantasmagórico ideal femenino escrito por un varón para su gusto, placer y onanismo. Lo diálogos, por llamarlos de alguna forma en la que todos podamos entendernos, sobrepasan el ridículo ajeno hasta la risión, el llanto y el estupor; en ese preciso orden. El argumento, auténtica oda al mamarrachismo, es un falo concéntrico sobre el que danza su protagonista al son de nadie sabe qué. Y por si fuera poco todo este atropello a la inteligencia tiene la osadía de durar tanto como su estupidez, que ambas tienden al infinito. Así que allí estaba yo, decidido a marcharme de la sala de cine justo cuando la película termina. Y es que ni eso nos hemos puesto de acuerdo.