La segunda parte de la primera trilogía gira en torno a la figura de Anakin Skywalker y su personalidad, en la que se adivinan rasgos que le convertirán en Darth Vader. Bajo la tutela de los Jedi y de Obi-Wan, el simpatiquillo niño de la primera entrega se ha mudado en un adolescente arrogante, irreflexivo, impetuoso, irreverente, vengativo y cruel. Y encima, con ínfulas fascistoides. ¿De qué le han servido tanto midicloriano y tanta enseñanza? Más sorprendente aún: ¿cómo puede una mujer enamorarse de alguien así? Está claro: es ciega.

El otro hilo conductor de la película es la pesquisa del maestro Obi-Wan, en busca del misterioso pistolero que atenta contra la vida de Padmé y que, inadvertidamente, le lleva a otro misterio más inquietante: el ejército que los Kaminianos están instruyendo para la república, pero sin conocimiento de ésta ni de los Jedi, aunque fue supuestamente un maestro de la orden quien lo encargó.

Ambos hilos confluyen en la figura del enigmático Conde Dooku (¿por qué me recuerda a "Drácula"?) y su conspiración en favor del Lado Oscuro, que habrá de desencadenar el oportuno ataque del ejército clon; ecce la justificación del título.

Osea, y para no variar, un guión enrevesado y plagado de inconsistencias. Lucas, una vez más, deja entrever demasiadas carencias como constructor de historias y personajes mínimamente creíbles. Anakin da de cara. Padmé ha perdido el sentido común. Y el consejo Jedi pasa por un hatajo de dementes seniles.

Lo mejor, como siempre, las escenas cargadas de acción y efectos especiales que hacen de esta entrega un producto más entretenido que la anterior. También cuenta en su favor que ya se parece más a una película de aventuras (una "Star Wars" típica) que a un cuento infantil. Y por fin, parece que a Lucas se le da mejor perfilar a los malos, pues el Conde Dooku, sin llegar a la excelencia de Darth Maul, está más y mejor logrado que cualquier Jedi, incluido el poco convincente maestro Winduu (98/2000/XP/Vista; es un chiste fácil, lo sé, pero si me lo callo reviento). Y, por supuesto, la música, en la que comienzan a revivirse partituras previas.