"Fue la mano de Dios" es una película luminosa. En el sentido estricto, porque toda la acción se desarrolla en una Nápoles hermosa, exultante, llena de luz, de color, de alegría. Y en el sentido figurado también: los momentos cómicos, que son muchos, son hilarantes y mayormente inofensivos, y las escenas dramáticas están rodadas con delicadeza, incluso con ternura, aunque toquen temas espinosos como la enfermedad mental, la violencia doméstica, la atracción sexual entre parientes, o la muerte. La combinación entre drama y humor es casi siempre impecablemente equilibrada. Todo está contado y rodado con sensibilidad, con mimo, con esa vaga mala leche entreverada con sonrisas tan típicamente mediterránea.

Y de paso que nos cuenta la historia de un joven que es (o no) él mismo, Sorrentino homenajea expresamente a Maradona, a Fellini, a su familia, y a su ciudad. Y mientras lo hace, consigue que el espectador se ría, que se emocione, y que sienta nostalgia por su propia juventud.

Lástima que en su último tramo el ritmo decaiga un poco, el metraje se alargue un poco más de la cuenta y se nos metan escenas (el encuentro con Antonio Capuano, las disertaciones sobre el cine, la aparición de la hermana) innecesarias que empañan levemente (solo levemente) el buen rato que se pasa viendo "Fue la mano de Dios".