Bong Joon-ho es un director de riesgo, pero efectivo como pocos. Su agilidad mental a la hora de contrastar emociones (propias de la comedia más punzante o del drama más desolador) es, en ocasiones, asombrosa, ya sea moldeando atmósferas tan asfixiantes como el mismísimo fondo del océano o proponiendo una diversidad envidiable de géneros con una precisión tan milimétrica que incluso asustaría al más enterado.

El único precio que pagué para ver funcionar la incesante y elaborada maquinaria del maestro coreano fue el de resistir una primera parte que, siendo franco, no consiguió captar mi atención del todo. A pesar de la desconexión inicial, no tardé demasiado en sentirme atraído por una puesta en escena imponente y unos personajes cuyo retrato e interpretación lograron conmoverme. Seres humanos que demuestran ser tan imperfectos como nosotros, que experimentan emociones tales como la tristeza o la ira, que no pueden esconder su frustración ante una situación tan desesperada como la que observamos de forma pausada en pantalla.

Un thriller audaz, creciente y lleno de personalidad que poco tiene que ver con las propuestas más convencionales del género. Ofrece una reflexión espeluznante a la par que colosal sobre el sentido de la justicia y las consecuencias de la inexperiencia.