Todo lo que se podía decir sobre el boxeo, los ambientes que lo rodean, las mafias, el dinero sucio cambiando de manos, los distintos tipos de contendientes, el público ávido de violencia, lo dijo Robert Wise con una concisión admirable (el metraje apenas supera la hora), en un relato que transcurre en tiempo real.

Robert Ryan, magnífico en su rol, es un púgil veterano al borde de la retirada, alguien que nunca alcanzó la gloria, que se arrastra por el ring dejándose la salud, yendo de paliza en paliza, sin pegada ni técnica, sostenido sólo por su orgullo, sin otra arma que los viejos sueños. Ahora le toca enfrentarse a una joven promesa de veintitrés años. Su esposa le avisa de que ya no lo aguanta más, que está harta de ver cómo le maltratan, que mejor abandonar antes de que no quede nada de él. Su mánager, convencido de que no tiene ninguna posibilidad, pacta a sus espaldas su derrota en el tercer asalto.

La película nos traslada a la atmósfera de los combates, con esos espectadores reclamando sangre, con los poderosos, los maleantes y los oportunistas haciendo sus apuestas, los golpes intercambiados entre rugidos, el sonido de una derecha estallando en el rostro del oponente. Los boxeadores esperan recluidos en el vestuario. Observamos al luchador novato, presa de los nervios, con las ilusiones intactas, y también a aquel curtido en la derrota, que recurre al autoengaño para salir a la pelea. Mientras, la esposa se interna en la noche, haciendo tiempo, maldiciendo esta clase de vida, rezando para que no suceda algo irreparable.

Hay una crítica amarga a toda la sordidez que acompaña a ese mundo, pero también una mirada deslumbrada hacia esos tipos que se juegan la piel. Cohabita, junto a la descripción de los bajos fondos, el retrato de esa galería de perdedores, quienes no renuncian a la dignidad.