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España España · sevilla
Voto de drelles:
10
Drama A finales del siglo XIX, la mansión Amberson es la más fastuosa de Indianápolis. Cuando su dueña, la bellísima Isabel, es humillada públicamente, aunque de forma involuntaria por su pretendiente Eugene Morgan, lo abandona y se casa con el torpe Wilbur Minafer. Su único hijo, el consentido George, crece lleno de arrogancia y prepotencia. Años más tarde, Eugene regresa a la ciudad con su hija Lucy, y George se enamora de ella. (FILMAFFINITY) [+]
1 de septiembre de 2009
7 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
En su segunda película Welles nos sitúa en los comienzos de la civilización del automóvil y plantea una meláncolica meditación sobre la irreversibilidad del tiempo. Nada que hagan los Ambersons, representantes de un concepto antiguo de señorío y poder, logrará impedir su reemplazo por los nuevos tecnócratas representados por Morgan y su hija.

Welles amplía su visión a cada uno de los personajes: George, Isabel, el tío, el mayor, Fanny, Harry y Lucy, constituyendo cada uno un escalón en el imparable transcurrir del tiempo y de la historia. Con mirada serena, sorprendente en un autor de veintisiete años, Welles hace desfilar las distintas mentalidades sin afilar la punta de su aguijón, con un punto de vista a caballo entre la nostalgia por los tiempos idos y el rechazo ante un mundo que no podía subsistir.

En el estilo de esta película inmortal sobresale por ejemplar el uso del plano-secuencia. Algunos de ellos son de antología: el paseo en coche de George y Lucy, con el adelantamiento final del travelling para descubrirnos que allí no hubo trampa; la despedida de ambos y la entrada final en la farmacia; el diálogo en la escalera entre Fanny y George, un prodigio mil veces imitado; la maravillosa secuencia del baile, un ejemplo de puesta en situación. Algunos otros planos como la muerte de Isabel, la despedida del tío en la estación o el diálogo en la cocina con la tía Fanny conmueven al recordarlos aunque hayan pasado años desde la última vez que se vieron. Esta es la virtud de los clásicos: permanecer en el tiempo y en la memoria, por encima de modas, premios y oropeles finalmente pasajeros.

Fue masacrada por los mercanchifles de turno, pero lo que queda son ochenta minutos de gozo y enseñanza. Welles ya no pudo superar lo alcanzado en esta magna obra: era imposibe.
drelles
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