Haz click aquí para copiar la URL
España España · Barcelona
Voto de Quim Casals:
9
Drama. Comedia. Romance Un rico aristócrata duda si abandonar a su amante para conservar el amor de su esposa, una mujer cortejada al mismo tiempo por su confidente y un famoso aviador. En el trascurso de una cacería de fin de semana en Sologne y de una fiesta, las intrigas amorosas de señores y sirvientes se mezclarán desembocando en un hecho inesperado. (FILMAFFINITY)
3 de enero de 2013
39 de 42 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el documental dirigido en 1967 por Jacques Rivette "Jean Renoir, el patrón: La regla y la excepción", se produce un encuentro entre Renoir y Marcel Dalio, quien había interpretado al marqués de la Cheyniest en "La regla del juego". En el transcurso de la conversación surgen un par de detalles extremadamente reveladores.

Sentados en las escaleras ante la fachada del opulento castillo que en la ficción pertenece al marqués, Dalio le pregunta a Renoir por qué en la película sólo se ve esa parte, teniendo el castillo un par de alas muy bellas. Responde jocosamente Renoir: "¡Porqué no estaba haciendo un documental sobre el edificio, sino una película sobre el marqués de la Cheyniest!".

Más tarde rememoran uno de los mejores momentos del film, cuando el marqués exhibe ante sus invitados un gigantesco órgano mecánico. Es una panorámica (1 h, 11' 21') que de derecha a izquierda sigue a la máquina en funcionamiento y concluye mostrando el sudoroso rostro del actor, en un impagable gesto que, como bien define Renoir, expresa perfectamente la mezcla de humildad, orgullo, éxito y dudas que experimenta el personaje en ese momento.

Renoir felicita efusivamente a Dalio por ese genial momento interpretativo y el actor recuerda cómo tardó un par de días en dar con la expresión adecuada. Renoir, le sale del alma, exclama entonces: "¡Es el mejor plano que he rodado en mi vida!".

Es formidable que diga esto porqué no se trata de un típico "plano de director", sino al servicio de la emoción que desprende el trabajo del actor. Y eso que Renoir, de ese tipo de planos, tiene por doquier; ahí está cuando cantan "La Marsellesa" en "La gran ilusión" o, de manera especialmente marcada, en esta "La regla del juego", como los múltiples y elaborados planos-secuencia que juegan con acciones a diferentes niveles aprovechando al máximo la profundidad de campo, y con un ritmo interno implacable en las entradas y salida de cuadro de los actores (y que en su extremo virtuosismo resultan tan livianos que su intrincada composición pasa desapercibida).

Entre los grandes, esta humildad no es habitual. Nunca escuché a mi admiradísimo Hitchcock ponderar la excepcional mirada llorosa de James Stewart en "Vértigo" cuando ve renacer a Madeleine ante sus ojos (una cima interpretativa de todos los tiempos); Hitch prefería recrearse en explicar cómo consiguió el complicado beso circular posterior, con los actores sobre una plataforma giratoria y proyecciones al fondo. Una humildad, además, que se percibe totalmente genuina: basta leer cualquier entrevista a Ford, por citar a otro gigante, para advertir rápidamente que lo que palpitaba bajo su repetida negativa a considerarse un artista no era la modestia, sino la turbación que le producía poder ser relacionado con un concepto que su mentalidad asociaba con lo afeminado.

Esta modestia en Renoir no es tan solo una loable actitud personal, sino que se trasluce en la propia obra, con una contemplación moral a la altura del hombre, sin atisbo alguno de superioridad o desprecio por su parte. En el caso que nos ocupa, no es en vano que cada cual tiene sus razones sea su frase más recordada. Con una imprevisible variedad de tonos (en el primer visionado me dejó francamente aturdido esa montaña rusa entre la alta comedia, el vodevil, la farsa, la tragedia…), la mirada del autor (de una manera que después aplicó el mejor Berlanga) de lejos es punzante, satírica y fuertemente crítica —nunca cruel—, pero de cerca nos muestra que al fin y al cabo se trata únicamente del ser humano, con sus irremediables, pero al tiempo entrañables, pequeñas miserias.

Este es Jean Renoir, el director al que no le interesaban las casas sino las personas que las habitan, y que podría hacer suya esta declaración de intenciones del narrador de "Veinticuatro horas en la vida de una mujer", de Stefan Zweig: "La Ley tiene el deber de proteger despiadadamente las costumbres establecidas y las convenciones generales; ello la obliga a juzgar, y no a disculpar. Pero yo, como individuo, no veo por qué tengo que adoptar el papel de juez: prefiero ser defensor. Personalmente, me causa más satisfacción comprender a los hombres que juzgarlos".
Quim Casals
¿Te ha resultado interesante y/o útil esta crítica?
arrow