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España España · Barcelona
Voto de Quim Casals:
10
Thriller. Drama. Comedia Hollywood, años 60. La estrella de un western televisivo, Rick Dalton (DiCaprio), intenta amoldarse a los cambios del medio al mismo tiempo que su doble (Pitt). La vida de Dalton está ligada completamente a Hollywood, y es vecino de la joven y prometedora actriz y modelo Sharon Tate (Robbie) que acaba de casarse con el prestigioso director Roman Polanski. (FILMAFFINITY)
22 de febrero de 2020
33 de 41 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un lejano 22 de febrero de 2005, hoy hace exactamente 15 años, me inscribí en FilmAffinity y efectué mis primeras votaciones. Celebro la efeméride escribiendo sobre la novena película de Tarantino, ya que se trata de una muy sentida carta de amor al cine, al tiempo que una de las más bellas odas a la amistad que haya visto en una pantalla. Y esto es lo que para mí da sentido a tan larga andadura por esta página, el lugar donde doy rienda suelta a mi pasión por el cine, y donde he conocido a personas maravillosas que hoy son parte de mi más íntimo y fiel grupo de amigos. A todos ellos van dedicadas estas líneas.

Como si fuera una conjura de los astros, las circunstancias estivales propiciaron que el primer visionado tuviera lugar una tarde a mediados de agosto en el Cinema Vigatà, de Vic (me conmueve que su nombre sea el mismo –solo cambia la posición de la tilde– que la ciudad ideada por el ya tan añorado maestro Camilleri en la que el comisario Montalbano resuelve sus casos), un local de los que ya no existen, con muchas décadas de antigüedad y una sala y pantalla inmensas, y que pareciera a propósito para adentrarnos en una historia impregnada de los fulgores de la nostalgia feliz, que diría Amélie Nothomb, en el crepúsculo de unos tiempos de la gran fábrica de sueños que también se extinguieron.

Porque esta es una película de atardeceres, de fragancias y sensaciones. Siempre recordaré cómo tras el sutil y antológico plano final (un movimiento en picado de la cámara, que permanece después estática y extática ataviada con las hermosísimas notas que Maurice Jarre compusiera para “El juez de la horca” mientras aparecen los créditos) permanecí embargado por esa misma hipnótica y febril embriaguez del alma que uno puede sentir brindando con sus mejores amigos o escuchando poemas en Olmillos de Sasamón mientras la brisa besa las mejillas de los chopos. Recogiendo la semilla plantada en “Jackie Brown”, “Érase una vez en… Hollywood” se revela (para disgusto y desconcierto de un cierto sector tarantiniano de la audiencia que solo parece esperar y exigir del cineasta sus rasgos más epidérmicos de violencia y cháchara viril y chulesca), como la obra más emotiva, serena y tierna de su filmografía, y sin duda alguna la más perfecta y la más bella.

La más bella porque es la más humana. Tarantino demuestra aquí un profundo amor hacia unos personajes que yo distingo como los más hustonianos de su carrera; esos “losers” que nunca son infalibles, que se equivocan pero se levantan y lo siguen intentando, que son esclavos de sus flaquezas pero dueños de su dignidad y que encuentran lo mejor de sí mismos en la interacción con aquellos con los que se reconocen. Siempre he dicho que querría vivir en las películas de Huston, y también querría hacerlo al lado de este actor venido a menos de la televisión que presagia el ocaso de su carrera, y de su doble de acción anatemizado en la industria por su pasado (inmensos DiCaprio y Pitt, ambos igual de principales), pero que poseen y comparten el más preciado don de amor gratuito e incondicional que existe, que es el de la amistad verdadera.

Y la más perfecta porque supone la culminación de los recursos expresivos del director, que hallan aquí su síntesis más depurada en cada encuadre, cada movimiento de cámara, cada sonido, cada escena. La película pasa como una exhalación al hallar un ritmo interno absolutamente preciso y medido, algo que no siempre ha sido la mejor virtud de Tarantino, en su modélica construcción narrativa.

Cual cinta de Moebius cine y vida, realidad y ficción, verdad y representación, se funden y confunden constantemente en esa indescifrable transfiguración que convenimos en llamar arte. Asistimos al rodaje de un western, pero lo vemos montado como si sin previo aviso nos incorporáramos a una escena de otra película, hasta que el fallo del actor nos devuelve a los focos y las cámaras; al mismo tiempo, el personaje “real” de la película, Sharon Tate (Margot Robbie), se ve a sí misma en un cine (y a quien vemos es a la actriz real en la película real), mientras rememora sus ensayos con Bruce Lee. Sus pies desnudos (y sucios) en alto forman una rima con los de la chica que Brad Pitt lleva en coche hasta el campamento de la familia Manson. Su encuentro con otros personajes “reales” da lugar a una gran escena que es puro cine de género de suspense y terror. Y eso mismo ocurrirá en la media hora final, donde la propia película que hasta ese momento estábamos viendo se convierte en una ficción dentro de sí misma, autodelatada como tal a través de un narrador omnisciente en tercera persona, y en la cual, como ocurría en “Malditos bastardos” la justicia poética de lo soñado sustituye a la verdad histórica.

Porque, en definitiva, “Érase una vez en... Hollywood” no es una película sobre Sharon Tate (aquí mera representación idealizada de la inocencia, sin profundización psicológica alguna como personaje) ni sobre la familia Manson (la némesis, mera presencia del Mal), ni siquiera sobre Hollywood, sino una carta de amor al cine tan apasionada como la de Truffaut en “La noche americana”; y, al igual que “La ventana indiscreta” o la obra entera de Godard, un complejísimo tratado sobre el propio hecho cinematográfico, sin que ello suponga renunciar ni un ápice al gozo del entretenimiento y a la emoción que destilan los personajes y su historia.

Me recuerdo de regreso al pueblo sintiéndome como Brad Pitt mientras conducía entre los neones de la ciudad hasta el destartalado autocine donde tiene su caravana, y el día daba lentamente paso la noche. “Ahí no pasa nada”, he escuchado lamentarse a algunos. Y yo respondo, ahí pasa el cine. Son las luces, los colores, la música, el tiempo, las texturas, las figuras, el esqueleto puro del arte a veinticuatro fotogramas por segundo. Es el arte que refleja la vida y, al otro lado del espejo, mientras conduzco y el olor de la noche me invade, es la vida la que pasa reflejándose en el arte.
Quim Casals
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