La referencia más contundente que uno tiene o puede tener de Nathaniel Hawthorne, el escritor de La letra escarlata, es la de que Herman Melville le dedicó ese tratado ballenero conocido como Moby Dick. Luego, en lo particular, otra referencia es la de La casa de los siete tejados, que tampoco es algo, que se diga, deslumbrante; pero la traslación que se hizo para el Cine de La letra escarlata, su novela, rompe con cada una de las estadísticas de registros negativos: no es sólo que para el empeño se optase por una de las intérpretes menos cualificadas de todas las épocas, lo que ya es mucho, sino que a su lado, al lado de Demi Moore, también Gary Oldman pasa por incompetente.
No hay mucho que salvar en la cinta de Roland Joffé, quien no recuerda nada, en ésta, al lucido director de La misión. La pareja protagonista naufraga, Robert Duvall naufraga, naufragan los que orbitan en torno al trío del litigio y Robert Prosky, de hilachas blancas y ralas, despierta carcajadas con el atuendo inconcebible de magistrado bostoniano. Incluso esa magia que desprende la Nueva Inglaterra de la época, sí plasmada en otras películas, se transforma aquí como en una cosa turbia de patio de colegio.
No da la sensación de que la multitud que puebla esta santa casa, insobornables de Filmaffinity, una multitud que trata de ver las cosas con sus propios ojos, o por su cuenta y riesgo, corra grave peligro, con LA LETRA ESCARLATA, de engañarse.