Lo de Ménochet ya rebasa todos los límites de la sinvergonzonería. Como son estos africanos, macho. Vale, si eres pobre no te puedes permitir el lujo de ir por la vida respetando estrictamente lo moral, pero estos tíos dan asco, repugnan. Nada más recibir el dinero del pobre tarugo enamorado se va a fardar despilfarrando el dinero, literalmente tirando billetes por los aires. (Aunque así es a lo mejor como exactamente como se portaría una persona que no estuviera acostumbrada a tener mucho dinero si le cayera sin mucho esfuerzo una suma considerable.) Y luego, sin nada, a repetir la estafa otra vez para comprar una joya carísima a una chica que se busca la vida formando una pseudopareja con un blanco adinerado. (Es indignante pero podría pasar perfectamente.) El problema es que no logro conectar demasiado con ningún personaje, observo todo el entramado con indiferencia alterada por puntuales irrupciones de indignación.

Lo único que me ha hecho gracia es la caracterización del funcionamiento de estos chamanes africanos, videntes y 'profesores', cuyos anuncios siempre me han hecho gracia por la coexistencia en esas líneas del convincente empleo del lenguaje y lo risible de la propuesta en sí. Aunque detrás de estas estafas haya gente peligrosa, el planteamiento es como demasiado cándido, lo miras con simpatía.

El final, en el que el furioso Ménochet se va a Costa de Marfil para encontrar al estafador y no le hace nada, y cuando este le vuelve a escribir como la chica le responde nuevamente, como si nada hubiera pasado, puede desconcentrar al espectador pero hay una brillante e insólita interpretación del final, a cargo de Jose Manuel, que me ha dejado impresionado y que recomiendo leerse a todo el mundo, en el que dice que en realidad tanto Ménochet como el negro se traen un rollo homosexual.