Se ha hablado de muchas parejas de cine, pero entre ellas pocas veces se ha nombrado a la que formaban Paul Newman y Joanne Woodward. Quizá porque eran tan normales y corrientes (o extraordinarios, según se mire) que estuvieron casados felizmente más de treinta años sin dar ningún escándalo ni provocar ningún drama. Sin embargo, como ocurre otras tantas veces, solo hay que mirarles en pantalla para saber que estos dos actores estaban realmente enamorados y que seguro que se lo pasaban pipa en su casa. Joanne Woodward tiene un no sé qué en la sonrisa y en el porte que parece que en cualquier momento te va a gastar una broma y que Paul Newman se va a echar a reír con cualquier cosa que ella le diga. Es lo que podemos llamar complicidad.

En «El largo y cálido verano» ella es una señorita sureña, soltera y culta y él un pobre diablo que quiere prosperar a cualquier precio y que arrastra el estigma de tener un apellido que atemoriza a todo el mundo. En medio, Orson Welles. Qué hombre más orondo, más imponente. Su personaje responde al prototipo de hombre hecho a sí mismo que lleva la competitividad hasta el extremo de despreciar a su propio hijo a favor del recién llegado Ben Quick. Lo que parece una crítica al liberalismo y al autoritarismo familiar de la América profunda se convierte rápidamente en una reafirmación de esos valores, así que nos quieren convencer de que engañar, mentir, imponerse y manipular está muy bien.

La parte romántica tiene su punto, pero lo mejor es la relación entre el padre Verner y su hijo por ser la más humana y diría que emotiva. Para verla en verano y sudar un poco.