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Voto de Ferdydurke:
6
2017
Documental, Intervenciones de: Julia Salmerón, Gustavo Salmerón
7,2
10.387
Documental. Comedia
Muchos hijos, un mono y un castillo son los deseos con los que soñó Julita Salmerón desde niña, y los tres se han convertido en realidad. Cuando el menor de sus hijos se entera de que su madre ha perdido la vértebra de su bisabuela asesinada, guardada a lo largo de tres generaciones, la familia emprende una divertida búsqueda entre los más peculiares y extraños objetos que Julita ha ido acumulando a lo largo de sus más de ochenta años. ... [+]
20 de diciembre de 2017
24 de 46 usuarios han encontrado esta crítica útil
Todo puede ser spoiler (material muy delicado, peligro, no leer si no es con guantes, buzo y escafandra, todo junto, mezclado y superpuesto varias y sucesivas veces).
Falangista, masona y medio atea. Lista, fuerte y graciosa.
Mujer de armas tomar, original, con una inteligencia atrabiliaria y una voluntad colosal, nos hace un pequeño regalo de anticipada Navidad en forma de documental sencillo y honesto del bueno de Salmerón.
En la búsqueda de la vértebra perdida. Ese es el leitmotiv de la historia. ¿El macguffin? ¿Dónde se habrá escondido la traidora entre los millones de trastos que cubren la vida de esta buena y puñetera señora?
Entre bromas y veras, sutil y simpáticamente, se van desgranando los hilos de esta familia numerosa de clase media de pasado nefando (como el de todos en esa época) bélico (muerte a manos rojas de una bisabuela del director), muchos meandros y un presente recién visitado por esa crisis abyecta que se inventaron unos pocos para que todos pagáramos la fiesta.
Tres deseos y un misterio. Como en un cuento de niño con un genio.
Los deseos fueron concedidos. Poco a poco. Sin prisa pero sin pausa. Primero fueron llegando los hijos, después, el rabioso mono, finalmente, herencia inopinada mediante, el castillo.
Cada vez que abre la boca la señora Julita, hay sustancia y regocijo, inventiva, luminosidad y mucha vitalidad. En los ratos que ella calla, ya lo demás nos da igual, no nos importa, nada. Que se callen todos y hable (solo) ella.
El padre es una nota a pie de página de su historia, la más importante y la más cachonda (cómo le trata, quiere y zarandea). El buen y paciente señor se empequeñece, empitufa y liliptutiza en presencia de la reina de la casa, lo normal, pobre, dichoso hombre.
Que es una mujer de las de antes, de las que ya no se hacen o quedan apenas, no las dejan, perdidas, acogotadas y movidas de acá para allá sin cencerro como vacas por tantos malos vientos (por una religión moderna que las quiere debilitar, adormecer y llenarlas de pena) que ni pueden ni quieren (¿o sí?) tomarse todo (la vida entera) con tanto humor, desparpajo y sabiduría como hace esta magna señora, arrostrar con tanto valor el inevitable, implacable, constante sufrimiento que a todos, más tarde o más temprano, llega.
Modesta, corta, necesaria (sí, debíamos conocerla, no hubiera estado nada bien perdérnosla) película en la que vemos el auge y caída de la familia Salmerón, que se hicieron ricos, perdieron el castillo y tuvieron que volver, ¿todos los hijos?, a la casa materna tras la lucha infructuosa en las cruzadas. Una derrota alegre, bien llevada, del único modo, así es todo.
Falangista, masona y medio atea. Lista, fuerte y graciosa.
Mujer de armas tomar, original, con una inteligencia atrabiliaria y una voluntad colosal, nos hace un pequeño regalo de anticipada Navidad en forma de documental sencillo y honesto del bueno de Salmerón.
En la búsqueda de la vértebra perdida. Ese es el leitmotiv de la historia. ¿El macguffin? ¿Dónde se habrá escondido la traidora entre los millones de trastos que cubren la vida de esta buena y puñetera señora?
Entre bromas y veras, sutil y simpáticamente, se van desgranando los hilos de esta familia numerosa de clase media de pasado nefando (como el de todos en esa época) bélico (muerte a manos rojas de una bisabuela del director), muchos meandros y un presente recién visitado por esa crisis abyecta que se inventaron unos pocos para que todos pagáramos la fiesta.
Tres deseos y un misterio. Como en un cuento de niño con un genio.
Los deseos fueron concedidos. Poco a poco. Sin prisa pero sin pausa. Primero fueron llegando los hijos, después, el rabioso mono, finalmente, herencia inopinada mediante, el castillo.
Cada vez que abre la boca la señora Julita, hay sustancia y regocijo, inventiva, luminosidad y mucha vitalidad. En los ratos que ella calla, ya lo demás nos da igual, no nos importa, nada. Que se callen todos y hable (solo) ella.
El padre es una nota a pie de página de su historia, la más importante y la más cachonda (cómo le trata, quiere y zarandea). El buen y paciente señor se empequeñece, empitufa y liliptutiza en presencia de la reina de la casa, lo normal, pobre, dichoso hombre.
Que es una mujer de las de antes, de las que ya no se hacen o quedan apenas, no las dejan, perdidas, acogotadas y movidas de acá para allá sin cencerro como vacas por tantos malos vientos (por una religión moderna que las quiere debilitar, adormecer y llenarlas de pena) que ni pueden ni quieren (¿o sí?) tomarse todo (la vida entera) con tanto humor, desparpajo y sabiduría como hace esta magna señora, arrostrar con tanto valor el inevitable, implacable, constante sufrimiento que a todos, más tarde o más temprano, llega.
Modesta, corta, necesaria (sí, debíamos conocerla, no hubiera estado nada bien perdérnosla) película en la que vemos el auge y caída de la familia Salmerón, que se hicieron ricos, perdieron el castillo y tuvieron que volver, ¿todos los hijos?, a la casa materna tras la lucha infructuosa en las cruzadas. Una derrota alegre, bien llevada, del único modo, así es todo.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
En la conversación entre la madre y el hijo sobre el pasado falangista de ella y su amor platónico onírico (esas croquetas caníbales) carnal por José Antonio Primo de Rivera hay más verdad y enjundia que en todas las soflamas de la nueva, vieja y media izquierda respecto a la famosa y delirante memoria histórica.
La ignorancia y el asombro del hijo sobre el inocente (o no tanto) pasado de su madre dice mucho, tanto. Pero lo gordo, lo bueno, viene después, cuando el zoquete (con perdón, Salmerón) intenta reprender, corregir y aleccionar a su sabia madre diciéndola que cómo no se dio cuenta de que estaba o apoyaba en/al lado oscuro de la fuerza, cómo no lo vio (venir) si era tan claro, si mucho tiempo después todos nos dimos cuenta y aprendimos que nadie en verdad de la buena había sido de derechas ni cosa horrible parecida, que todos los españoles y sus familiares lejanos o pasados fueron en realidad rojos y buenos, democráticos, como nosotros, como lo es (to) el mundo (santo) entero.
Momento histórico peliculero documental que además resume la vidriosa y recurrente cuestión ideológica del cine español sin necesidad de tener que estudiar a fondo las sesudas galas de los Goya durante los años de máximo apogeo reivindicativo. Ahora menos, cada vez menos desde aquel infausto día en el que Zapatero tuvo que reconocer en vivo y en directo en pleno parlamento que no somos (son) nada, simples encargados, mandaos, apenas chicos de los recados, mantenidos, parásitos, extras de una película que nunca se ha estrenado ni se estrenará, y que todo había sido un cuento, un sueño, el enésimo camelo para mantener el espejismo y entretener a su querido y tan predispuesto y sumiso obediente pueblo, para seguir con el expolio y el saqueo.
Finalicemos con algo mucho mejor. Con la muerte. Así empieza y así acaba la gran mujer su participación en esta obra.
Con la aguja, la canción y el traje. La aguja como arma post mortem (aunque diga que es por si está viva, lo que de verdad piensa, y calla por inesperado pudor, es que es inmortal -y tiene toda la razón- y que quiere ir preparada para enfrentarse como dios manda, con ese pincho navajero, arma blanca, a La Parca; es más, seguro que gana la batalla porque, de hecho, ya la ha ganado, me remito a las pruebas más fidedignas); la canción de Noche de paz (claro que sí, mujer de buenos sentimientos, amante tanto de las navidades, las figuritas y todos los objetos del mundo como de la vida con todo dentro, con lo humano y lo muerto, con los juguetes, las personas y todo el tiempo); y el vestido de rigor, de monja (como ironía -seria- o retranca final; vocación religiosa inevitable en su mocedad de derechas que, obviamente, su huracanada inteligencia, con el paso de los años, pulveriza hasta convertir esa idea religiosa en lo que es de verdad, un disfraz, como todo lo demás, una comedia, que forma parte del mismo, universal carnaval).
Coda: La memoria como un enorme trastero en el que se van acumulando cosas de toda índole o condición sin ningún orden ni concierto. Esos recuerdos que se juntan con otros en un enorme revuelto en el que ya no distinguimos, somos incapaces, lo grande de lo pequeño, ese abigarrado y promiscuo engendro que de vez en cuando, y menos mal, vienen o aligeran los ladrones buenos, almas samaritanas, piadosas, que nos ayudan a aliviar o disminuir de la voraz bestia el monstruoso peso.
Le dice su hijo que renuncie a la materia y que se eleve a lo espiritual, al mismo cielo. Ella le contesta que no se eleva. Cierto. Ella está demasiado viva/lúcida como para perder el tiempo con ficciones tan convencionales, plúmbeas, mediocres y de relleno.
La ignorancia y el asombro del hijo sobre el inocente (o no tanto) pasado de su madre dice mucho, tanto. Pero lo gordo, lo bueno, viene después, cuando el zoquete (con perdón, Salmerón) intenta reprender, corregir y aleccionar a su sabia madre diciéndola que cómo no se dio cuenta de que estaba o apoyaba en/al lado oscuro de la fuerza, cómo no lo vio (venir) si era tan claro, si mucho tiempo después todos nos dimos cuenta y aprendimos que nadie en verdad de la buena había sido de derechas ni cosa horrible parecida, que todos los españoles y sus familiares lejanos o pasados fueron en realidad rojos y buenos, democráticos, como nosotros, como lo es (to) el mundo (santo) entero.
Momento histórico peliculero documental que además resume la vidriosa y recurrente cuestión ideológica del cine español sin necesidad de tener que estudiar a fondo las sesudas galas de los Goya durante los años de máximo apogeo reivindicativo. Ahora menos, cada vez menos desde aquel infausto día en el que Zapatero tuvo que reconocer en vivo y en directo en pleno parlamento que no somos (son) nada, simples encargados, mandaos, apenas chicos de los recados, mantenidos, parásitos, extras de una película que nunca se ha estrenado ni se estrenará, y que todo había sido un cuento, un sueño, el enésimo camelo para mantener el espejismo y entretener a su querido y tan predispuesto y sumiso obediente pueblo, para seguir con el expolio y el saqueo.
Finalicemos con algo mucho mejor. Con la muerte. Así empieza y así acaba la gran mujer su participación en esta obra.
Con la aguja, la canción y el traje. La aguja como arma post mortem (aunque diga que es por si está viva, lo que de verdad piensa, y calla por inesperado pudor, es que es inmortal -y tiene toda la razón- y que quiere ir preparada para enfrentarse como dios manda, con ese pincho navajero, arma blanca, a La Parca; es más, seguro que gana la batalla porque, de hecho, ya la ha ganado, me remito a las pruebas más fidedignas); la canción de Noche de paz (claro que sí, mujer de buenos sentimientos, amante tanto de las navidades, las figuritas y todos los objetos del mundo como de la vida con todo dentro, con lo humano y lo muerto, con los juguetes, las personas y todo el tiempo); y el vestido de rigor, de monja (como ironía -seria- o retranca final; vocación religiosa inevitable en su mocedad de derechas que, obviamente, su huracanada inteligencia, con el paso de los años, pulveriza hasta convertir esa idea religiosa en lo que es de verdad, un disfraz, como todo lo demás, una comedia, que forma parte del mismo, universal carnaval).
Coda: La memoria como un enorme trastero en el que se van acumulando cosas de toda índole o condición sin ningún orden ni concierto. Esos recuerdos que se juntan con otros en un enorme revuelto en el que ya no distinguimos, somos incapaces, lo grande de lo pequeño, ese abigarrado y promiscuo engendro que de vez en cuando, y menos mal, vienen o aligeran los ladrones buenos, almas samaritanas, piadosas, que nos ayudan a aliviar o disminuir de la voraz bestia el monstruoso peso.
Le dice su hijo que renuncie a la materia y que se eleve a lo espiritual, al mismo cielo. Ella le contesta que no se eleva. Cierto. Ella está demasiado viva/lúcida como para perder el tiempo con ficciones tan convencionales, plúmbeas, mediocres y de relleno.