La verdad es que sorprende lo bien que lo hacen partiendo de un material tan de derribo, tan bastardo y manoseado. Lo manejan con soltura y elegancia; con gracia e inteligencia (tanto es así que hasta les perdonas alguna incoherencia y sinsentido que en otro caso te hubiera indignado). Es la transformación de una serie de tristes tópicos (chico de barrio pobre con madre sufridora, novia quejosa y amigo desastroso se hace boxeador pero no le da) en una película entretenida, que se pasa en un suspiro de placer cinéfilo, sin exagerar pero más que suficiente, qué más da.
Álex González, con su corrección y guapura habituales, es un buen chaval rodeado de un entorno dañino y asfixiante, con talento pero sin suerte. Y ahí que aparece el enorme Grandinetti (actorazo colosal; con ese cinismo irónico y malicioso, con esa picardía tan argentina y canchera) para alegrarle y confundirle; un diablo provocador que remueve las aguas mansas y turbias de su atribulada vida. En el otro lado del ring, "El Tigre", el hombre bueno pero sin pegada, el padre protector de Ángel, su entrenador y guía. Entre el público, un jefe de espanto, negrero sin escrúpulos que sirve para hacer un somero repaso de la penosa situación laboral española, con el consabido horror de los inmigrantes explotados. Y para que la pelea sea más sustanciosa y completa, nos regalan minutos extra de robos y carreras, atracos y fajos de billetes. Sin olvidarnos, por supuesto, de polvos, infidelidades, bastantes buenas frases y algunos diálogos resultones.
Pues eso, que uno comienza con miedo al KO sin ni siquiera llegar al segundo asalto, y termina feliz, sano y salvo, sin un solo rasguño que afee nuestra bonita sonrisa benévola al comprobar que por esta vez el cine español no se perdió en discursos, sermones ni culebrones y fue al grano del género y la buena ligereza. Vale.