"Enredosas tonterías almibaradas", dice el estirado y ridículo Firth en este caso con gracia y salero.
De entrada, tiene un fallo descomunal; hacer del protagonista que desenmascara a memos y farsantes un perfecto imbécil, que después de años rampantes de incredulidad máxima, raciocinio refulgente y sarcasmo a prueba de bombas, tras dos o tres informaciones de chichinabo, se transforma en voraz creyente y sumiso seguidor. Eso narrativamente es un golpe bajo, duro de soslayar (y de superar). ¿Y por qué pasa eso? ¿Quizás es el Amor que todo lo puede y lo sabe, que todo lo explica y soluciona? Pues mucho me temo que va a ser que sí. Tenemos que reconocerlo. El viejo cascarrabias neoyorquino nos lo quiere hacer pasar por una comedia romántica formularia. Para que quedemos contentos y no nos hagamos preguntas incómodas. Porque, vamos a ver, de eso se trata al fin y al cabo todo; de creer o no creer, de si el relato que nos presentan (Dios, vibraciones, impresiones, alucinaciones, presentimientos, premoniciones, telepatías y demás virguerías) es verosímil o, por el contrario, comida de gatos y pasto de lerdos. Y nuestro querido Woody tendría que haberse dado cuenta de que su cuento es un mal cuento, que no hay quien pueda creer esa historia, que cansa tanta palabra, tanto discurso repetitivo y machacón, que la dicotomía razón/magia es demasiado simple y reduccionista, demasiado infantil y banal, que con eso no vale, con citar a Nietzsche cien veces tampoco, ni siquiera con Beethoven, la Costa Azul, las mansiones de los ricos y los inmensos y fascinantes ojos de la Stone.
Se supone que somos un público exigente y encallado, escéptico y repelente; "que no nos la van a dar con queso"; que no tenemos diez años ni somos demasiado esnobs y/o pedantes. O sí. Quizás "nos aferremos a certezas (Allenianas) porque la vida no nos ofrece ninguna". Quizás anhelamos tanto que nos engañen, sentirnos importantes o enterados, que nos conformaremos con poco, con tan poco. Eso parece que pensó Woody al hacer esta película.