Desde los créditos queda evidente la vocación literaria de la película. Y no es sólo que cuente la misma historia que una novela. Es que te lee un montón de fragmentos. Un narrador omnisciente nos describe en largos párrafos pensamientos y acciones de los protagonistas que introducen o culminan secuencias o como puente entre secuencias, usurpando el lugar que en el cine tienen las elipsis. O, más cargante aún, como acotaciones de acciones o diálogos que estamos viendo en pantalla. A eso, suma las voces en off de los protagonistas que escriben o leen las cartas que se intercambian.

Y toda esa verborragia se despliega para contar una historia que podría haber resultado romántica y emotiva y haberse defendido muy bien con sus imágenes. Pero en esta historia de amor a tres bandas entre personas de temperamento artístico en los primeros años del siglo XX también los diálogos parece que estén impresos. Y lo peor es que suenan falsos, huecos. Todo esto contribuye a distanciarme emocionalmente y, aunque eventualmente oigo alguna frase que llama mi atención, enseguida es arrastrada por otra oleada de palabras. Me he sentido como un niño al que le cuentan un cuento para que se duerma. Zzz…