Y pasamos a la siguiente fase de la Edad de oro de las series televisivas: los vasos comunicantes. A la vista de las dos primeras temporadas de Daredevil, uno debería relamerse ante la perspectiva de ampliar ese New York ficticio en el que nuestro querido Mathew Murdock zarandea indeseables, pero hemos de ser honestos: presenta cosas interesantes pero Hell's Kitchen queda bastante lejos, incluso para ir en taxi. Los primeros capítulos empiezan francamente bien, Jessica Jones es una borrachuza malencarada que nos roba el corazón, David Tennant encarna el villano más terrorífico de la historia... ¿Qué podía salir mal?. En mi opinión se ha optado por la nunca recomendable solución del relleno; a mitad de la temporada parece que se acabaron las ideas y la (buena) trama anterior se estira en un absurdo correcalles. A diferencia de su primo Daredevil, que sigue un crescendo perfecto, aquí el final inevitable se retrasa por motivos ignotos, lo que hace que pierda mucha efectividad. Si Jessica Jones hubiera tenido 8 capítulos el resultado habría sido memorable, porque la idea del superhéroe que no quiere ser superhéroe realmente está bien conseguida, y repito que el pérfido Kilgrave da mucho más miedo que cualquier tipejo enmascarado haciendo muahahahaha. Otro defecto menor es que la poca acción que vemos está pésimamente rodada: realmente no es imprescindible porque la serie tiene su propio estilo, pero la que vemos es muy pedestre, lo cual es soprendente porque Netflix nos ha hecho llorar de emoción con la hondonada de hostias de Daredevil. En definitiva, tengo fe en que si hay una segunda temporada todo esto se corrija, aunque tiene pinta de que al final van a confluir todos los... superdotados en un mismo guateque.