Todo en Zodiac se ajusta al adjetivo enorme. Puesto que enorme es el periodo de tiempo que abarca la historia (nada menos que cuatro décadas) así como también es enorme el inquietante abismo en el que se asoman todos los protagonistas en la búsqueda de un fantasma. El final de todo está ante los propios ojos de los protagonistas desde más o menos la mitad de la película, pero de lo que realmente habla Zodiac es de la imposibilidad de poner punto final a nuestras ambiciones, a nuestros deseos en definitiva. Tendemos a pensar que una historia inconclusa no es una historia, pero lo que aquí se expone es que la propia búsqueda de un final es el final en sí mismo. Es por eso mismo que la película acabe de una manera un tanto brusca, porque en realidad no acaba nunca, como bien demuestran los comentarios finales en pantalla. Fincher da uno de los giros más espectaculares que se recuerdan en la carrera de un director, iniciando con Zodiac una portentosa apuesta por el metalenguaje fílmico y se adentra en la obsesión enfermiza de un auténtico creador que deja ya de apuntar maneras e irrumpe en el oscuro mundo del deseo.