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Voto de Chris Jiménez:
10
7,7
23.574
Intriga. Drama. Terror
Producción realizada para la televisión que narra la progresiva angustia de un hombre (López Vázquez) que se queda atrapado en una cabina telefónica. Lo que en principio parece un contratiempo sin trascendencia, se convierte poco a poco en una situación tan inquietante y terrorífica que provoca en el hombre una desesperación y una angustia sin límites. (FILMAFFINITY)
2 de agosto de 2017
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El destino juega malas pasadas. El destino quiso que un niño entrara en una cabina y no se cerrara la puerta, pero su padre no tuvo la misma suerte desgraciadamente...y así nació un cuento, un cuento sobre un pobre hombre que quedó atrapado allí y nunca más pudo salir, un cuento cuyo terror y angustia perduran a lo largo de los años, las décadas y tal vez los siglos...
Eso es lo que realmente pretendió el bueno de Antonio Mercero antes de desatarse insulsas polémicas y retorcidas interpretaciones: crear un cuento de terror sin explicación, parte de un deseado proyecto elaborado entre él, José Luis Garci, Horacio Valcárcel y Juan José Plans; pero la suerte le acompañó y ese pequeño y extraño guión sale del cajón en el que se quedó para convertirse en realidad por medio de la producción de TVE, debido además a la persuasión de Mercero por la audiencia que les había hecho ganar con la mítica "Crónicas de un Pueblo".
Falta el protagonista, esencial, pues la trama sólo se apoyará en su presencia y sus acciones (casi sin pronunciar palabras), y el elegido para el papel es un inopinado José Luis López Vázquez que detiene un segundo su apretadísima agenda, entusiasmado con la idea. Allí, en plena plaza pública de la urbanización madrileña de Arapiles, un día cualquiera de un caluroso verano cualquiera, éste se transforma en ese anónimo señor menudo, vestido formalmente, quizás oficinista o agente de seguros, que acompaña a su hijo a coger el autobús para ir al colegio y se despide de él...sin saber que será la última vez que haga eso.
Horas antes un equipo de operarios de no importa qué compañía han instalado una nueva cabina de teléfono, color rojo chillón, en mitad de la plaza, y como si todo fuese parte de una broma, ese hombre queda encerrado en ella sin poder salir. "Se trata de López Vázquez, nuestro amado cómico, así que alguna gracia hará con la cabina, ¿no?", tuvieron que pensar los ingenuos espectadores españoles cuando se sentaron a ver "La Cabina" en su primera emisión...y se dieron de bruces con su mayúsculo error, pues el supuesto humor con que empieza su relato plantea el absurdo de una situación cotidiana, pero también sirve para que la sensación de angustia vaya en aumento.
Y por supuesto, mientras se reduce la ausencia de oxígeno también se reduce la esperanza. A los pocos minutos el pobre protagonista es víctima de la incomunicación en un aparato moderno cuyo fin es, paradójicamente, la comunicación, y ni él sabe qué ocurre, ni nosotros, ni la gente que pasa por allí y que, interesada e incrédula, atiende al "espectáculo". Los censores aplican sus tijeretazos, pero sus cabezas huecas son incapaces de vislumbrar más allá de los golpes que atiza el director hacia otros lugares: se retrata de forma grotesca la incompetencia de los servicios públicos y las fuerzas del orden y sobresale la satisfacción y la diversión del populacho por el sufrimiento ajeno.
Y cuanto más escandalosas son sus risas más aire le falta al hombre dentro de la cabina, quien por un instante se verá atrapado en el reflejo torcido de un espejo. Con una precisión extraordinaria de la puesta en escena, Mercero juega con nuestros sentidos y utiliza su cámara, siempre expectante, a atrapar el momento de la sorpresa, por lo que el desarrollo de los hechos, pese a mantenerse en el mismo escenario, puede ir en cualquier dirección; rápidamente podemos comprender que lo inesperado y lo extraño es la rúbrica de la estructura de esta obra dividida en dos partes bien diferenciadas.
El uso de la música y la áspera fotografía de Federico Larraya son también fundamentales para modelar la atmósfera viscosa y agobiante que atrapa al protagonista y así a nosotros, pues Mercero se centra en el calor, interior y exterior, a la vez que ahoga la presencia humana de este hombre, atrapado en una cabina, a su vez atrapada entre la masa social anónima, a su vez atrapada entre altos edificios que se alzan dominantes sobre la población. Y los minutos pasan, y pasan; el clima que generaba algo de humor (negro, no de cualquier tipo) se colma con la desolación, el malestar y la incertidumbre hasta el punto de que el aire que entra en los pulmones pesa cada vez más...
(CONTINÚA LA CRÍTICA EN ZONA SPOILER)
Por su parten lidera un plantel, donde también hallamos a importantes actores como Tito García, Goyo Lebrero o Francisco Javier "Blaki" Martín, un magnífico López Vázquez llevado al límite que resulta ser inmortalizado en un tipo de cine totalmente ajeno a él, casi sin pronunciar una palabra y apoyando por entero toda la emoción y la tensión a la que es sometido su personaje, con quien no nos cuesta empatizar, a través de la expresividad de sus gestos brindando una actuación conmovedora y visceral.
Adelantado a su tiempo, el film primero se topa con la incomprensión y el miedo del público español de la época (que sufriría una reacción similar al norteamericano tras estrenarse "Tiburón") y luego con multitud de elogios y reconocimiento a nivel internacional, quedando como los cuatro millones de pesetas mejor invertidos en la Historia de la televisión, para crear una pesadilla críptica y "kafkiana", cuyo elemento estrella, como el monolito de "2.001", sigue albergando los enigmas de un misterio insondable y terrorífico. Dejemos que ese misterio, mientras otra cabina es instalada en esa plaza a la espera de una nueva víctima, se siga preservando entre sus cuatro angostas paredes.
¿Quién será el siguiente...?
Eso es lo que realmente pretendió el bueno de Antonio Mercero antes de desatarse insulsas polémicas y retorcidas interpretaciones: crear un cuento de terror sin explicación, parte de un deseado proyecto elaborado entre él, José Luis Garci, Horacio Valcárcel y Juan José Plans; pero la suerte le acompañó y ese pequeño y extraño guión sale del cajón en el que se quedó para convertirse en realidad por medio de la producción de TVE, debido además a la persuasión de Mercero por la audiencia que les había hecho ganar con la mítica "Crónicas de un Pueblo".
Falta el protagonista, esencial, pues la trama sólo se apoyará en su presencia y sus acciones (casi sin pronunciar palabras), y el elegido para el papel es un inopinado José Luis López Vázquez que detiene un segundo su apretadísima agenda, entusiasmado con la idea. Allí, en plena plaza pública de la urbanización madrileña de Arapiles, un día cualquiera de un caluroso verano cualquiera, éste se transforma en ese anónimo señor menudo, vestido formalmente, quizás oficinista o agente de seguros, que acompaña a su hijo a coger el autobús para ir al colegio y se despide de él...sin saber que será la última vez que haga eso.
Horas antes un equipo de operarios de no importa qué compañía han instalado una nueva cabina de teléfono, color rojo chillón, en mitad de la plaza, y como si todo fuese parte de una broma, ese hombre queda encerrado en ella sin poder salir. "Se trata de López Vázquez, nuestro amado cómico, así que alguna gracia hará con la cabina, ¿no?", tuvieron que pensar los ingenuos espectadores españoles cuando se sentaron a ver "La Cabina" en su primera emisión...y se dieron de bruces con su mayúsculo error, pues el supuesto humor con que empieza su relato plantea el absurdo de una situación cotidiana, pero también sirve para que la sensación de angustia vaya en aumento.
Y por supuesto, mientras se reduce la ausencia de oxígeno también se reduce la esperanza. A los pocos minutos el pobre protagonista es víctima de la incomunicación en un aparato moderno cuyo fin es, paradójicamente, la comunicación, y ni él sabe qué ocurre, ni nosotros, ni la gente que pasa por allí y que, interesada e incrédula, atiende al "espectáculo". Los censores aplican sus tijeretazos, pero sus cabezas huecas son incapaces de vislumbrar más allá de los golpes que atiza el director hacia otros lugares: se retrata de forma grotesca la incompetencia de los servicios públicos y las fuerzas del orden y sobresale la satisfacción y la diversión del populacho por el sufrimiento ajeno.
Y cuanto más escandalosas son sus risas más aire le falta al hombre dentro de la cabina, quien por un instante se verá atrapado en el reflejo torcido de un espejo. Con una precisión extraordinaria de la puesta en escena, Mercero juega con nuestros sentidos y utiliza su cámara, siempre expectante, a atrapar el momento de la sorpresa, por lo que el desarrollo de los hechos, pese a mantenerse en el mismo escenario, puede ir en cualquier dirección; rápidamente podemos comprender que lo inesperado y lo extraño es la rúbrica de la estructura de esta obra dividida en dos partes bien diferenciadas.
El uso de la música y la áspera fotografía de Federico Larraya son también fundamentales para modelar la atmósfera viscosa y agobiante que atrapa al protagonista y así a nosotros, pues Mercero se centra en el calor, interior y exterior, a la vez que ahoga la presencia humana de este hombre, atrapado en una cabina, a su vez atrapada entre la masa social anónima, a su vez atrapada entre altos edificios que se alzan dominantes sobre la población. Y los minutos pasan, y pasan; el clima que generaba algo de humor (negro, no de cualquier tipo) se colma con la desolación, el malestar y la incertidumbre hasta el punto de que el aire que entra en los pulmones pesa cada vez más...
(CONTINÚA LA CRÍTICA EN ZONA SPOILER)
Por su parten lidera un plantel, donde también hallamos a importantes actores como Tito García, Goyo Lebrero o Francisco Javier "Blaki" Martín, un magnífico López Vázquez llevado al límite que resulta ser inmortalizado en un tipo de cine totalmente ajeno a él, casi sin pronunciar una palabra y apoyando por entero toda la emoción y la tensión a la que es sometido su personaje, con quien no nos cuesta empatizar, a través de la expresividad de sus gestos brindando una actuación conmovedora y visceral.
Adelantado a su tiempo, el film primero se topa con la incomprensión y el miedo del público español de la época (que sufriría una reacción similar al norteamericano tras estrenarse "Tiburón") y luego con multitud de elogios y reconocimiento a nivel internacional, quedando como los cuatro millones de pesetas mejor invertidos en la Historia de la televisión, para crear una pesadilla críptica y "kafkiana", cuyo elemento estrella, como el monolito de "2.001", sigue albergando los enigmas de un misterio insondable y terrorífico. Dejemos que ese misterio, mientras otra cabina es instalada en esa plaza a la espera de una nueva víctima, se siga preservando entre sus cuatro angostas paredes.
¿Quién será el siguiente...?
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Esto mismo provoca la oportuna incursión de los mismos operarios que instalaron la cabina (antes de que el bombero rompa el cristal de arriba) frente a los ojos de un público excitado, carcajeante y desalmado, iniciándose así la segunda mitad de la trama, el punto de no retorno, donde manteniendo un ritmo de la acción endiablado, Mercero, siempre por medio del absurdo, hace que cobre importancia la irrupción de lo completamente inverosímil en la tangible realidad.
La incógnita ya no causa expectación, más bien temor; la camioneta atraviesa las atestadas calles de la ciudad y no somos capaces de imaginar qué nos encontraremos al final de su camino.
Gran manejo de la creciente tensión la que modela el director, pues a pesar de que el entorno urbano con sus altos edificios, se abren hacia espacios amplios y vacíos, el clima se torna aún más desasosegante hasta llegar a un instante, devastador, en que el protagonista repara aterrorizado en otro tipo en el que físicamente le es fácil verse reflejado (ni más ni menos que el gran Agustín González) dentro de una cabina idéntica sobre una camioneta idéntica. En ese instante la incomprensión da paso al pánico, y es que la peor clase de pánico se origina por la presencia de lo desconocido; en este caso lo desconocido según Mercero es aquello que nos arrebata la identidad como humanos erradicando toda posibilidad de salvación.
Lo ejemplifica ese Dios en forma de helicóptero que observa desde lo alto pero no hace nada, y un pequeño funeral a pie de carretera sirve de negro presagio sobre el destino de nuestro sufrido conciudadano anónimo, quien compartirá unos segundos con los últimos seres humanos que verá (los artistas de un circo inexistente) antes de precipitarse en su viaje de no retorno a los infiernos. La cabina cumple el mismo propósito que las vainas alienígenas de "La Invasión de los Ladrones de Cuerpos", no obstante practicando el exterminio directo sin dejar un doble exento de emociones en el mismo lugar.
Pero así como Hitchcock jugó bien sus cartas al no dar a la locura irrefrenable de sus pájaros ninguna lógica, Mercero utiliza este método y la desolación es mayor. La exposición a las poderosas imágenes climáticas de "La Cabina", que desde hace tiempo se ha escorado hacia el exceso demencial de la fantasía gótica, desafía la persistencia retiniana y remueve las tripas por su grotesca violencia, imágenes que no atienden a leyes narrativas convencionales, sino al terror conectado directamente con nuestro inconsciente; el tiempo se agota, la agonía y una sensación vomitiva de incomodidad lo impregna todo. Los gritos y golpes del hombre se pierden en los rincones oscuros de un silencio sepulcral.
Lo que podría ser un episodio de "Historias para no Dormir" o de "Alfred Hitchcock Presenta", y que mucho debe al suspense del británico y a las esferas irreales de Buñuel, Bava, Dearden, Romero o Polanski, nos sacude los sentidos, al son de las penetrantes estridencias del "Triunfo de Afrodita" de Karl Orff (que costaría un disgusto a Mercero), con una elaborada poesía de lo apocalíptico, la culminación del horror a lo desconocido en un espacio que ya no subyace a la propia realidad, sino situado completamente al margen de ella, y dejando todo rastro de lógica sepultado en esas catacumbas donde decenas de hombres también se preguntaron la razón antes de convertirse en polvorientos cadáveres...
¿Símbolo de la opresión del regimen político que sometió al país durante décadas?, ¿de la inevitable alienación que sufre el ser humano en un entorno social enfermo que se alimenta del mal ajeno?, ¿de los muros infranqueables que a veces, frustrados y perdidos, levantamos a nuestro alrededor para aislarnos de los demás y de nosotros mismos?, ¿de la depredación tecnólogica y la despersonalización que sufrimos por culpa de ella?
Las interpretaciones, por tanto, se abren en cualquier dirección, la política, la filosófica, la social, la psicológica...
La incógnita ya no causa expectación, más bien temor; la camioneta atraviesa las atestadas calles de la ciudad y no somos capaces de imaginar qué nos encontraremos al final de su camino.
Gran manejo de la creciente tensión la que modela el director, pues a pesar de que el entorno urbano con sus altos edificios, se abren hacia espacios amplios y vacíos, el clima se torna aún más desasosegante hasta llegar a un instante, devastador, en que el protagonista repara aterrorizado en otro tipo en el que físicamente le es fácil verse reflejado (ni más ni menos que el gran Agustín González) dentro de una cabina idéntica sobre una camioneta idéntica. En ese instante la incomprensión da paso al pánico, y es que la peor clase de pánico se origina por la presencia de lo desconocido; en este caso lo desconocido según Mercero es aquello que nos arrebata la identidad como humanos erradicando toda posibilidad de salvación.
Lo ejemplifica ese Dios en forma de helicóptero que observa desde lo alto pero no hace nada, y un pequeño funeral a pie de carretera sirve de negro presagio sobre el destino de nuestro sufrido conciudadano anónimo, quien compartirá unos segundos con los últimos seres humanos que verá (los artistas de un circo inexistente) antes de precipitarse en su viaje de no retorno a los infiernos. La cabina cumple el mismo propósito que las vainas alienígenas de "La Invasión de los Ladrones de Cuerpos", no obstante practicando el exterminio directo sin dejar un doble exento de emociones en el mismo lugar.
Pero así como Hitchcock jugó bien sus cartas al no dar a la locura irrefrenable de sus pájaros ninguna lógica, Mercero utiliza este método y la desolación es mayor. La exposición a las poderosas imágenes climáticas de "La Cabina", que desde hace tiempo se ha escorado hacia el exceso demencial de la fantasía gótica, desafía la persistencia retiniana y remueve las tripas por su grotesca violencia, imágenes que no atienden a leyes narrativas convencionales, sino al terror conectado directamente con nuestro inconsciente; el tiempo se agota, la agonía y una sensación vomitiva de incomodidad lo impregna todo. Los gritos y golpes del hombre se pierden en los rincones oscuros de un silencio sepulcral.
Lo que podría ser un episodio de "Historias para no Dormir" o de "Alfred Hitchcock Presenta", y que mucho debe al suspense del británico y a las esferas irreales de Buñuel, Bava, Dearden, Romero o Polanski, nos sacude los sentidos, al son de las penetrantes estridencias del "Triunfo de Afrodita" de Karl Orff (que costaría un disgusto a Mercero), con una elaborada poesía de lo apocalíptico, la culminación del horror a lo desconocido en un espacio que ya no subyace a la propia realidad, sino situado completamente al margen de ella, y dejando todo rastro de lógica sepultado en esas catacumbas donde decenas de hombres también se preguntaron la razón antes de convertirse en polvorientos cadáveres...
¿Símbolo de la opresión del regimen político que sometió al país durante décadas?, ¿de la inevitable alienación que sufre el ser humano en un entorno social enfermo que se alimenta del mal ajeno?, ¿de los muros infranqueables que a veces, frustrados y perdidos, levantamos a nuestro alrededor para aislarnos de los demás y de nosotros mismos?, ¿de la depredación tecnólogica y la despersonalización que sufrimos por culpa de ella?
Las interpretaciones, por tanto, se abren en cualquier dirección, la política, la filosófica, la social, la psicológica...