Borgen nace del mismo molde que The West Wing. En ambos casos el protagonista es un recién elegido presidente que desde el principio es presentado en términos positivos que hagan al espectador identificarse con él (aunque en este caso no es él, ni es presidente, sino que es ella, Primera Ministra). A partir de ahí asistimos a episodios temáticos con un dilema central muy claro, en el que el protagonista tratará de hallar la solución que mejor combine sus principios morales y el pragmatismo que parece exigir la situación concreta. Tanto en Borgen como en The West Wing, además, lo central es la percepción pública del Gobierno, su relación con los periodistas y cómo el ejecutivo se presenta a sí mismo. En esto último ambas series comparten también el gran protagonismo concedido a la figura del asesor, por un lado, y las repercusiones familiares que para el gobernante supone su trabajo, por el otro.

Pocos defectos se le pueden reprochar. Entre ellos citaría la poca verosimilitud del comienzo de la trama de la periodista, así como cierta simplificación a veces en lo referente a la cadena televisiva (aunque siempre con historias interesantes y bien hiladas). Aunque sabemos que sin duda las relaciones entre el poder y los medios son clave para la estabilidad de los gabinetes, se echa en falta una mayor profundización en asuntos políticos no necesariamente ligados a lo mediático.

Pero lo anterior son inconvenientes menores que no empañan una serie honesta, realizada con talento y un gran respeto al espectador. Entre sus mayores aciertos está un guión preciso que sabe dirigir y gestionar las tramas, y sobre todo un reparto buenísimo y profundo, encabezado por dos actrices y un actor protagonistas que conforman un trío de actuaciones tan sobresalientes como pocas veces he visto en cualquier otra serie o película.