Woody Allen es un cineasta prolífico, que no deja indiferente, pues suscita odio y amores sin pasar por el término medio y que, sin duda, es el creador de un estilo propio, como corresponde a un gran artista.

Siempre me ilusiona acercarme al cine a ver una de Allen (yo soy de los que ama su cine). En este caso contaba, además con el aliciente de verle dirigir a los dos mejores actores españoles del momento. No pude llevarme mayor decepción. La sensación de no creerme nada de lo que estaba viendo no me abandonó en toda la película. El potencial de los magníficos actores protagonistas está tan desaprovechado que la dirección termina mostrando auténticas caricaturas. La voz en off que narra la historia, lejos de enfocarla y asir el argumento refuerza la idea de que nos están contando una milonga. Dados los lazos que unen a Woody Allen con Oviedo, esperaba que el director se hubiera empapado un pelín de la cultura española, pero no ha sido así: los personajes son anglosajones, con comportamientos anglosajones; eso sí, gritan mucho (esa debe ser, según él, la esencia del carácter español.