Con algo de cinismo podría decir para no quedar de sensiblera que todo en esta última entrega de "Toy Story" está calculado al milímetro para provocar un exacto cóctel de sentimientos en perfecta sucesión. Que una película que exhibe tal carencia de escrúpulos a la hora de mostrar sus cartas, aventura, acción, romance, lágrimas: no es película, es producto. Que el cacareado perfeccionismo de Kubrick es una broma comparada con la implacable maquinaria emocional que Pixar pone en marcha con cada una de sus maquiavélicas películas.

Pero como afirmaba uno de los personajes de "El cebo" (la de Somoza), no hay nada que desarme más que el placer y el placer en "Toy Story 3" es una invitación a penetrar, indefensos, en un universo en el que todo puede y debe salir bien, donde el cinismo pierde su sentido y su buen nombre, como lo perdería en una tarde con amigos en un parque de atracciones. Es la suma de la Diversión y el Reencuentro dando como resultado la Nostalgia.

Estos juguetes digitales consiguen convencerme de sus dilemas existenciales -pertenecer o no pertenecer- y emocionarme al compás de sus corazoncillos de plástico, peluche o poliestireno. Son los juguetes de Andy, pero todos hemos jugado con ellos y su abandono es el abandono de otros tantos compañeros de infancia que languidecen en un trastero, por suerte despojados de la vida que les otorga la ficción porque si no, muchos no pegaríamos ojo por los remordimientos de conciencia.

Calculada o no, ponerse en la piel de unos juguetes durante tres películas y reinventar el universo (y el cine) a ras de su suelo es un logro que culmina con la mejor de las entregas de "Toy Story" situándose por fin a la altura de obras tan imponentes y preciosas como "Up" o "Los increíbles" y desarmando con el más puro placer infantil a unos niños que hace mucho tiempo que dejaron de tener diez años.