La serie vuelve a complir con su realismo en cuánto a las cárceles de Latinoamérica, motines, enfrentamientos de bandas, villeros bien cabeza, chanchullos internos, corrupción, trabucos, sexo, y demás detalles.

A esto se le suma más gore, más puteadas, y mucha violencia. Se centra dos años después del “motín de las palomas” y un año antes del secuestro de Luna Lunati. Los hermanos Borges la tienen re larga en el penal de San Onofre. Por pedido de Antín, los Borges deben proteger a un interno recién llegado, Cristian Pardo, uno de los nuevos personajes (Lorenzo Ferro), el hijo de un empresario poderoso.

Por otro lado, tenemos a más personajes nuevos que se suman para dar un aire fresco; el caso de un preso ex boxeador (Alejandro Awada), un ex jugador de fútbol merquero (Marcelo Mazzarello), que tiene un cameo con Rolando Schiavi y Mora, Tubito (David Masajnik) que hace de un pseudo Ricardo Barreda, y Ana María Picchio que lo quiere rajar a Antín de su puesto.

Mejor que la segunda temporada, el ritmo es rápido, el argumento es más divertido, y hasta tenemos situaciones a lo Breaking Bad, los actores nuevos a veces brillan, otras parecen sobreactuados, el caso de Lorenzo Ferro me parece el más flojo, es un personaje de mierda y muchas veces actúa como el culo, pero en ragos generales cumplen. La trama termina conectando con la secuela de la primera, que se va a estrenar en 2020.

Lo que sí es imperdonable es el apartado técnico del sonido, y la dirección de las peleas, parecen hechas por un novato, y los efectos, tanto de los golpes, y el sonido de disparos, cuchillos, y demás, los han bajado en MIDI, dejensé de joder.

Más allá de los detalles malos, me cagué de risa y disftuté la mayoría de sus episodios, eso sí, se van a tener que poner las pilas con lo que sigue, porque tienen un gran desafío, que es la originalidad, porque parece que todo está contado, quizás la localización de la nueva cárcel sea un buen punto de partida.