Estamos ante una película de robos. Como en todas las películas del género, la primera hora te explica la elaboración del plan perfecto. La segunda, cómo al ponerlo en práctica el plan perfecto se empieza a torcer y hay que ir improvisando. La novedad está en que estos Ladrones se introducen en los sueños para inculcar ideas. Así que la primera hora explica las reglas de ese viaje onírico y anticipa todas las posibilidades creativas que puede dar de sí en la segunda parte. Ojo, que esas reglas tampoco son nuevas: muchas las has visto ya en cosas como Pesadilla en Elm Street, y otras, las más “de acción”, no pasan de ser una variación de lo visto en Matrix. Lo más innovador en establecer diversos niveles de sueño por los que moverse a ritmos temporales distintos. Empieza el robo en la psique de la víctima... ¡y todo lo que se le ocurre al director es una persecución en la nieve propia de una película de Roger Moore de los años 70! Qué pobre inventiva visual y argumental... porque los tres niveles oníricos tampoco dan más de sí: uno es un paseo a lo matrix por una habitación de hotel (muy inferior visualmente a cualquier pelea de las Wachowsky) y una furgoneta cayendo convenientemente para que no tenga ningún desarrollo narrativo en su periplo temporal. Nada. Sosez máxima.

Por medio hay una trama trivial sobre amores perdidos y la necesidad de recuperar a los hijos que termina de la forma más tópica y previsible en una película sobre sueños... preguntándose sobre si estamos viendo un sueño o no... Miren, esto Verhoeven lo hizo hace treinta años con menos pompa y mucha más gracia.

Le pondría un cinco (la vi en el cine y no he vuelto a sentir el menor interés en verla de nuevo), pero reconozcamos que la primera hora prometía lo bastante como para subirle a un seis. Y ya.