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Voto de Ignacio Collado:
10
7,6
8.037
Animación. Drama. Fantástico Cuando era poco más que una adolescente, Hana se enamoró de un Hombre Lobo. Puede parecer extraño, pero durante años fueron inmensamente felices, y tuvieron dos hijos: Yuki y Ame, que nacieron también con la capacidad de convertirse en lobos. Tras la repentina muerte de su compañero, Hana decide mudarse al campo para así criar a sus hijos en un entorno tranquilo, donde sus extraordinarias facultades no sean descubiertas. Sin embargo, al ... [+]
22 de octubre de 2014
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Siento que las imágenes de esta peli y las estampas de Hiroshigue nacen de un lugar común. Si los dibujos de Hiroshigue prometen ya el movimiento, el cine japonés cumple con esa promesa a través del animé. Esta técnica ha permitido a artistas contemporáneos como Miyazaki propuestas de un grado de complejidad y sofisticación asombrosas. El cine ha entendido como ningún otro arte que la emoción, que este ha vinculado al movimiento, a lo animado, abre un canal de percepción en un plano superior de conciencia que vincula al hombre con la naturaleza y porqué no, con el universo. Cuando aparece el viento en una película de Miyazaki activa una especie de código que busca abrir ese canal entre lo más hondo y primitivo inscrito en el ser humano y ese plano de percepción más elevado que aspira a la trascendencia.

La maravilla de Niños lobo, el inmenso regalo de ese Hiroshigue del siglo XXI que es Mamoru Hosoda es traslucir todas las capas de lo humano, desvelando en cada personaje “la naturalidad” que lo identifica, aquello que nace en su naturaleza animal y lo atraviesa “animándolo” en busca de la creación. Esta nace en lo más íntimo pero desea y ama al otro, la vincularidad. En Summer Wars Hosoda presenta la red como máxima expresión de esa vincularidad y parte de la copa del árbol familiar en su aspiración por ser nube, liberando al vínculo familiar de lo sanguíneo, al igual que sucede en algunas otras propuestas del cine contemporáneo, véase Ang Lee, por ejemplo.

Niños lobo parece crear una animación basada en varias capas de velos transparentes puestos a vibrar por ese viento del que hablábamos, convocado por la emoción, dividiendo el cuerpo en una superposición de láminas planas como los cortes de un TAC médico, de modo que vistas en su conjunto hacen cuerpo, pero adivinando en todo momento la transparencia de cada una de ellas. Esto permite ver el lobo en lo humano y lo humano en el lobo, en el zorro, en el bosque, las plantaciones de arroz, en las patatas sembradas con tanto esfuerzo. Patatas que arrancadas a la tierra se convierten en moneda de cambio, en energía paterna. Con esfuerzo y con la semilla aportada por ese hombre mayor serio, que tanto nos recuerda al padre desaparecido. Ese hombre y el lobo del zoológico hacen un mismo personaje, una especie de abuelo de Ame. Representan eso que tanto teme el niño en su ser lobo, y la hermana ha incorporado con naturalidad. Eso que obliga a la madre a ocultarlos del resto de la sociedad. Eso que suelo llamar “padre malo” y que el cine representa incesantemente en personajes polarizados. Eso que el hombre anhela de lo animal y la cultura disimula, pero que es imprescindible para que se produzca la vida, el ánima, el movimiento.

Cuando el niño caza por primera vez, descubre la emoción del lobo y, como el torero en el momento de la estocada, pierde la vida por un instante. A punto de ahogarse, su hermana lo rescata bajo el agua, produciéndose un hermoso intercambio: el niño acepta al animal, más fácil de inscribir en lo masculino y la niña toma la sensibilidad y delicadeza del niño humano. Hermoso plano en el que Yuki agotada, sentada de espalda sobre la nieve, muestra ese cuerpo en que aún loba trasluce mujer. Este intercambio se acabará resolviendo en una pelea posterior entre los dos hermanos, años después.

Yuki es la que cuenta la historia, la que toma la voz, la que inicia el relato en ausencia del padre. Avanzada la película hay un niño que huele en Yuki lo que queda de animal en ella, su sexualidad. Ella lo evita pero él la persigue y ante esta insistencia se defiende no pudiendo evitar que la loba salga, y dejándole marcada con las garras una oreja. Curioso gesto siendo ella la que habla, la que cuenta, hiriendo tan cerca del oído, de la escucha, transformando lo oral en escritura.

El viento que mueve los velos de la emoción se hace tormenta en la secuencia final, tifón para permitir que un hijo parta (partirse y separación revelan con precisión el sentido de esta palabra), y en paralelo, en ese afán que hay en lo femenino por mostrarse y en lo masculino por mirar Yuki decide desvelar su secreto, que literalmente es aquí el de su padre, en una especie de reunión cuántica de ojo y cuerpo, de mirar y ser, pues mostrándose resume y concluye la historia de sus padres, que es la que dice que cuenta en el inicio del film.

En esta secuencia final donde los velos desnudan a Yuki, Hosoda responde a Hitchcock, pues repite la secuencia de Vértigo sin vértigo. Donde Stewart bajo una veladura verde proyecta la mujer de su deseo construyendo una imagen sin cuerpo, Hosoda provoca una tormenta que revela la imagen en cuerpo, lobo.

Película de lectura inagotable, imposible de ver sin que salga el niño en el adulto como la loba en Yuki y regalo impagable para el niño, maravillosa pócima para el crecimiento. Y en ese bajarse al niño y subir al adulto, muy probablemente se cruce el abrazo, como el de un amigo al que se la recomendé, en compañía de su hijo lobo.
Ignacio Collado
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