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Voto de Taylor:
9
8,0
9.173
Romance. Drama
Viena, 1900. Stefan Brand, un famoso pianista, recibe una carta de una mujer con la que mantuvo, en el pasado, una relación amorosa que ya no recuerda. Lisa es para él una desconocida, alguien que ha pasado por su vida sin dejar huella. Y, sin embargo, ella sigue apasionadamente enamorada de aquel joven músico que conoció cuando era todavía una adolescente. (FILMAFFINITY)
2 de noviembre de 2007
134 de 164 usuarios han encontrado esta crítica útil
Más allá de la nieve amontonándose plácidamente en el adoquinado vienés...
Más allá de la ruidosa rodadura de un carruaje turbando la serena noche...
Más allá de alambicados quinqués, empuñaduras de plata, abrigos de visón, sobrias levitas, mantones adamascados, suntuosas alfombras, pianos de cola, palcos operescos y decimonónico tifus...
Más allá de todo ello Ophüls edifica un gigantesco melodrama barroco, intenso..., asombrosamente vigente, tan atemporal y grandioso como el amor...
Todos atesoramos en nuestra intrahistoria íntima algún episodio de amor no correspondido o de amores ignorados, anónimos, platónicos... El mío, o uno de los míos, tiene por nombre Marina.
Más allá de la ruidosa rodadura de un carruaje turbando la serena noche...
Más allá de alambicados quinqués, empuñaduras de plata, abrigos de visón, sobrias levitas, mantones adamascados, suntuosas alfombras, pianos de cola, palcos operescos y decimonónico tifus...
Más allá de todo ello Ophüls edifica un gigantesco melodrama barroco, intenso..., asombrosamente vigente, tan atemporal y grandioso como el amor...
Todos atesoramos en nuestra intrahistoria íntima algún episodio de amor no correspondido o de amores ignorados, anónimos, platónicos... El mío, o uno de los míos, tiene por nombre Marina.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Conocí a Marina el primer día de clase de bachillerato, en un ya lejano septiembre de 1982. Marina cruzó el umbral del aula cuando el resto del alumnado atendíamos, entre sumisos y soñolientos, el protocolario discurso de bienvenido declamado por nuestra tutora. El sector masculino contuvo la respiración por momentos cuando aquella belleza de aires escandinavos se cuadró ante la mesa de la maestra. Tras cotejar su nombre en el listado, la profesora le indicó que tomara asiento en el único pupitre disponible en el aula, justo a mi lado. Entre arrítmico y azorado contemplé absorto como aquella diosa de rizada melena e implacables ojos celestes se acercaba, con paso elegante y firme, a devorar a su presa. Es decir, yo. Mis ojos recorrieron su estilizada figura al compás de su cadencioso taconeo, prorrateando mi mirada entre la sugerente silueta de sus ajustados jeans, su incipiente busto y el sutil rebote de su rubicunda y leonada cabellera. No permaneció más de quince minutos a mi vera, justo hasta que le comunicaron que su clase era la contigua. Al margen de una burda presentación, no recuerdo haber cruzado con ella más que un escueto “hola” y “adiós” durante los cuatro años en los que convivimos arquitectónicamente. El tiempo me desveló una Marina gélida, engreída y clasista. Los turrones navideños me los comí prendado de otra chica, Montse, mucho más cercana, agradable y terrenal, con la que aún, a día de hoy, me une una bonita amistad.
Cuando anteayer crucé mi mirada con Marina, más de veinte años después de haberla visto por última vez, constaté como, al margen de las rigurosas secuelas propias de la edad, mi nostálgica mirada sólo se vió recompensada con un difuminado gesto cuya lectura más probable sería:
“¿Y de qué coño me suena la cara de este tío?”.
Cuando anteayer crucé mi mirada con Marina, más de veinte años después de haberla visto por última vez, constaté como, al margen de las rigurosas secuelas propias de la edad, mi nostálgica mirada sólo se vió recompensada con un difuminado gesto cuya lectura más probable sería:
“¿Y de qué coño me suena la cara de este tío?”.