Siempre creí que se trataba de una comedia y, quizás por ese inexcusable prejuicio, jamás le presté la debida atención. Ayer noche, sin embargo, la magnífica puntuación que le otorgaba un colega con un criterio cinéfilo absolutamente irreprochable me empujó a verla. A los cinco minutos supe que estaba viendo una buena peli. A la media hora, que estaba disfrutando de un clásico incuestionable. Y, al final, que acaba de ver una peli grandiosa. Una peli que merecía estar entre las treinta pelis preferidas de mi amigo y que, sin lugar a dudas, justificaba sobradamente su excelente calificación.

Que nadie crea, sin embargo, que “El fantasma y la señora Muir” es una peli perfecta. Entre otras cosas porque no existen pelis perfectas. Sólo pelis que te llegan, te emocionan y te seducen. Como ésta. Una peli que —más allá de sus pinceladas cómicas y de su incuestionable naturaleza fantástica— es un drama romántico como la copa de un pino. De los que a mi me gustan, vaya. A la altura, por qué no, de dos grandes clásicos como “Breve encuentro” o “Carta de una desconocida”. Y eso supone, impepinablemente, que la peli de Mankiewicz manifieste —en determinados momentos— sus pertinentes y necesarias dosis de almíbar. Unas dosis que, por cierto, quedan convenientemente atenuadas gracias al terrible desengaño que sufre la señora Muir y a la larga espera que habrá de afrontar antes de consumar, por fin, su esotérico amor.

Nueve merecidísimas estrellas, pues, para una maravillosa peli que cuenta —entre sus muchos alicientes— con aceradísimos diálogos, una banda sonora sensacional (atención al adagio de Barber) y, sobre todo, la radiante presencia de una de las actrices más bellas del Planeta Cine. Gene Tierney.