¿Cómo condensar toda una vida de amor, tristeza, cariño, conexión, rencor, aprendizaje, perdón, desapego, abandono, arrepentimiento y recuerdo?
No se puede, es imposible.

Por lo que Pixar obra su magia, y de repente todo cobra sentido.
La vida de un pastelito de carne cobrando vida puede ser infinitamente más interesante que la de cualquier niño que nos hayamos encontrado.
Porque comprendemos su sensibilidad, su indefensión, la naturaleza de milagro que solo podría darse en los ojos de una madre.

Jugando la carta de la adorabilidad animada, la directora Domee Shi se asegura de no perdernos un solo segundo.
Garantiza que vayamos a suspirar cuando veamos ese pastelillo blando aprender, bailar y mirar con curiosidad.
Asegura que sigamos riendo aún en las duras y las maduras, que el desprecio duela menos porque el bichillo va de duro y sabemos que sigue siendo nada y menos.

Así el crudo despertar, el momento de rabia en el que no hay vuelta atrás, llega completamente natural: sin avisar, como la vida misma.

Debe de ser duro aceptar que las cosas delicadas no duran para siempre, y hacer las paces con ello, pero yo de eso no tenía ni idea.
Ha sido al ser madre en estos breves ocho minutos, en esta breve vida, cuando me he dado cuenta.