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España España · Madrid
Voto de Charles:
8
Drama En la Roma de la posguerra, Antonio, un obrero en paro, consigue un sencillo trabajo pegando carteles a condición de que posea una bicicleta. De ese modo, a duras penas consigue comprarse una, pero en su primer día de trabajo se la roban. Es así como comienza toda la aventura de Antonio junto con su hijo Bruno por recuperar su bicicleta mientras su esposa María espera en casa junto con su otro hijo. (FILMAFFINITY)
24 de abril de 2018
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
No es la impotencia, sino la fealdad.
Rara vez la desgracia viene sola, pero nos encantaría que no tuviera por qué quedarse más.
Y, sin embargo, son demasiadas veces las que no sólo es inevitable, sino que encima a ojos de los demás se hace poco importante, o incluso justificable.

‘Ladrón de Bicicletas’ es la historia de un hombre al margen de la sociedad.
No en el sentido tradicional de la expresión, atendiendo a su clase social, a su dinero o a su situación familiar.
Sino de un modo más profundo, íntimo incluso, por el cual Antonio Ricci vive en una precariedad laboral que le hace perfectamente intercambiable a ojos de todos los demás, y aparte amenaza su posición siendo guardián de la estabilidad familiar.
Un padre de familia debe estar dispuesto a todo, nunca descansar, con tal de que su mujer e hijo puedan vivir con cierta dignidad.

Por suerte, la familia no es una calle de un solo sentido: por eso su mujer María sugiere empeñar las sábanas buenas con tal de comprar una bicicleta, imprescindible en el trabajo municipal de cartelería que Antonio acaba de adquirir, en uno de esos actos de amor desinteresado que sólo se muestran de verdad cuando aprieta la necesidad.
Todo es perfecto, todo saldrá bien, la familia sale unida ante la adversidad… y entonces les roban (nos roban) todo eso, cuando un muchacho toma la bicicleta, llevándose el símbolo de esa prosperidad.
Es terrorífica esa expansión inabarcable del espacio, casi agresiva, donde lo que hasta entonces había sido una plaza se convierte en un vasto territorio en el que cualquier persona se perdería.
De repente, se ha esfumado una idea de normalidad a la que agarrarse, y lo peor es que la desgracia ha venido desde dónde siempre llega y nunca se la espera, desde cualquier parte.

La búsqueda posterior sucede entre enormes edificios de ladrillo que parecen encoger y arrinconar a Antonio y su hijo Bruno, como si estuvieran siempre superados por circunstancias que no acaban de asimilar, fingiendo una normalidad que ya se largó, y va desapareciendo cada vez más a medida que no aparece bicicleta ni ladrón al que acusar.
Ahí es cuando se vuelve verdaderamente insoportable la fealdad: la de artesanos iracundos o simples transeúntes que no tienen tiempo para un triste infeliz que se dejó robar, y responden sólo ante la policía porque les trae sin cuidado su dignidad.
Bendita mirada inocente de Bruno, que sigue pensando en términos de bien y mal, sin plantearse en ningún momento que para su padre está en juego algo más. La bofetada de Antonio a su hijo, y posterior comida reconciliadora de ambos, tiene mucho de impulso aunque trate de disfrazarlo de autoridad: sólo hace falta prestar atención a sus parlamentos desordenados y nerviosos para darse cuenta de que está intentando recomponerse, y no tiene ni idea de por dónde empezar.

Antonio, sin darse cuenta, ha descendido a ese nivel de necesidad que le hace emborracharse junto a un niño, o pedir consejo a la vidente que su mujer visitaba religiosamente, aunque en su momento lo tachara de inutilidad.
Cualquier refugio es bueno, antes que enfrentar reproches y miradas que la dignidad de un padre de familia nunca debería soportar.

El problema es que esta nunca fue una historia de bien y mal, pese a que Bruno estuviera convencido de ello, pese a que Antonio, sin quererlo, siguiera pensando que existe una justicia absoluta asignando a cada maldad su dueño.
A veces las tragedias suceden, cuando menos se esperan, cuando más necesario era que no sucedieran.
Y existe una identidad comunal entre la gente, que no atiende al bien y al mal, y muy al contrario, dicta su propia moralidad.

Antonio tuvo la mala suerte de encontrarse solo entre la fealdad de la multitud.
Pero lo peor, lo más doloroso, es que no le quedó otra que jugar con unas reglas que nadie le había preguntado.
Por lo que sus lágrimas finales no son de rabia o tristeza: sino las de un hombre que, tras rebajar su dignidad, se da cuenta de que nada a contracorriente, y hace mucho que le han ganado.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Charles
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