Aparece ante nosotros uno de los más conocidos rostros de la historia del cine, un John Wayne en pleno despegue de su carrera, aunque bien es cierto que para la realización de esta película ya llevaba pegados unos cuantos tiros. No obstante es inevitable destacar su juventud, la frescura de su presencia y gracias al papel que interpreta, un protagonismo mucho más agradecido que su compañero y rival en Oklahoma. No es una obra maestra desde luego, pero no cabe duda que para los aficionados y seguidores del western supone una muy buena manera de invertir el tiempo. La misma aparición de Wayne en el tren es memorable, con la silla de montar de un caballo y una rudeza que sí va a ser característica propia suya en muchas más películas en adelante.

Estamos en Oklahoma, en un boom de los tantos que hubo en el nuevo continente, en esta ocasión agarrados de la mano de la fiebre del oro negro. No importa cómo pero Wayne se ve metido en el negocio de la extracción del petroleo, aparecen por ahí unos indios lamentables (las cosas como son) y los personajes con más o menos gracia van tirando a veces para el lado de la comedia y a veces para el propio desenfreno del cine de aventuras a todo ritmo. En todo caso no es una película memorable, pero mola ver al joven Wayne (aunque ya tenía 37 tacos aparenta menos) dando caña allá donde va.