No hay cosa que me aburra más que la jardinería. Es de esas cosas que me gustaría que me gustasen, pues posee una lírica espléndida y estoy muy de acuerdo con uno de los primeros pensamientos que nos regala Schrader -a través de Edgerton- en el que afirma que la jardinería es creer en el futuro y también en el cambio, pero lo cierto es que la jardinería me aburre soberanamente. Quizás con los años...

La película es flemática, en perfecta consonancia con el tema central. Diría que incluso es estática, lo que no significa que aburrida o insustancial, aunque entiendo que muchos no podrán con ella. A mí modo de ver, la película fluye desde la quietud, avanza disimuladamente y, cuando me quise dar cuenta, ya estábamos en el tramo final.

La película se sostiene, además de por unos apartados de arte sobresalientes (las flores, la mansión sureña, el vestuario de Sigourney, ¡esa pared pintada de medusas!) y un guion seco casi monosilábico, por un protagonista monumental. Un heredero de Travis Bickle. Un cadáver andante, que lo es por lo que hizo, por lo que creyó y, sobre todo, por lo que fue. Ese rostro calavérico, esos ojos huecos y ese semblante taciturno. Brillante Joel Edgerton.

El personaje de Weaver, por el contrario, es excesivamente arquetípico. No alcanzo a entender el por qué de su mal carácter ni de su hostilidad, que a mí me pareció gratuita. Dicho esto, agradezco que Sigourney Weaver pueda seguir desarrollando su talento con personajes con enjundia, porque aunque imperfecto, este es un personaje con peso. Y ella es de las pocas actrices actuales que irradia verdad a borbotones y que tiene una fuerza inagotable. Es de esas actrices con plus.

No es una película que ofrezca demasiado, sino que desde una sencillez extrema nos conduce, siempre bajo el manto de esa mente torturada de Paul Schrader, por una historia de redención más bonita de lo que parece. Para muestra, el plano final*(1).