Las películas de Doris Day eran muy cursis, ñoñas y pacatas. Ella tenía un bonito cuerpo y lo lucía con elegancia y decoro embutido en ropas de diseño, pero llegando a veces al ridículo, como cuando se ponía aquellos horrorosos sombreros que entonces debían de ser el último grito de la moda chic. O como cuando en alguna "atrevida" escena se daba un baño en el mar y al salir del agua no se había mojado la cabeza y su peinado seguía estando impecable y el maquillaje no se le había churreteado ni un milímetro. Y el colmo es que ni el bañador se le había mojado por ninguna parte tras la zambullida. La decentísima actriz no querría que la prenda se le pegara a las carnes y marcara sus curvas. Y parece que a petición suya el final se cambió para que no hubiera nada escandaloso relacionado con su recto personaje. Resultaba que era más papista que el Papa y que en cuanto a cánones de decencia les ganaba hasta a los rígidos moralistas de Hollywood de los sesenta.
Todo esto se le disculpa a una peli ñoña del tipo de camas separadas y sexista al estilo "macho men ligón fregar-es-trabajo-de-mujeres vs. virgen vestal fornicar-es-pecado" cuando va acompañada de mucho sentido del humor del bueno, caso de "No me mandes flores". Pero no se le disculpa demasiado si no te hace reír, que es para lo que se supone que está planteada.
Porque no me he reído nada, si acaso me han salido un par de sonrisas y paremos de contar.