Menudo monumento era el Brando. Dejando aparte que en sus años mozos estaba más macizo de lo que permitían las leyes, era un actorazo. Esos ojos suyos perfilados de forma natural debido a un sutil juego de sombras en sus rasgos, de manera que parecía llevar un maquillaje perenne que otorgaba un aire exótico a sus facciones, eran capaces de dejar fuera de combate con su expresividad concentrada en dos pupilas muy sensibles. Podía parecer indolente, un dios griego de aparente indiferencia, pura fachada de letargo, y cambiar de repente a un oleaje interior tumultuoso que traicionaba la tapadera de sus manos en los bolsillos, de la espalda apoyada perezosamente en una pared, de las mandíbulas mascando un chicle cansino, todo un exterior reflejando un estado vegetativo construido cuidadosamente, por comodidad, por desidia, y por miedo.
Pero, como dice Edie, basta con mirarlo a la cara para advertir que hay mucho más que vacío y tedio. Lo que ocurre es que cuesta despertar una conciencia acallada durante demasiado tiempo, y sellada por las cadenas del silencio.
No es fácil hacer frente a una mafia en bloque cuando te has criado bajo sus garras y cuando te juegas perder tu pasaporte para seguir en este lado del infierno.
Gran argumento y enorme Brando. Pocos años después de sus explosivas camisetas de marine, demostraría que tampoco su manera de lucir vaqueros y pelliza sería superada por ningún mortal.