Si segundas partes nunca fueron buenas, la presente cinta es la famosa excepción que confirma la regla. No sólo supera a su predecesora en cuanto a nivel técnico se refiere (en algún sitio tienen que aparecer los 100 millones de dólares invertidos, la película más cara de la historia en su día), sino que estamos ante una espectacular y sublime muestra del mejor cine de acción de todos los tiempos. Sin tener nada que ver con su predecesora, Cameron tiró la casa por la ventana y nos mostró de todo, y bien hecho: persecuciones espectaculares, escenas de acción trepidante, y uno de los "malos" más memorables de la historia del celuloide: ese T-"Robert Patrick"-1000 de metal líquido, que se pasa toda la película persiguiendo a un magnífico John-"Edward Furlong"-Connor.
Cameron es un virtuoso de la cámara y las luces; le encanta jugar con los tubos de neón que emiten esos tonos azules que ya empleó en su "Abyss", pero esta vez dando un toque metálico a un mundo que parece estar ideado como un sueño producido por la CPU de un cyborg. Ese sueño, en el que una máquina consigue parecer más humano, no es ninguna reminiscencia de algún cuento de Asimov; se parece más a un mensaje mesiánico que sólo Cameron en boca del T-101 puede darnos: sólo nosotros como especie somos los únicos responsables de nuestro futuro.