Ága

La primera vencedora de la Espiga Verde (premiará, de ahora en adelante, los valores medioambientales) en la 63 Seminci, obtuvo también el Pilar Miró (nuevos realizadores) y la percepción del público de que la verdad no necesita de altavoces, ni grandes escaparates para ser mostrada; vive más bien en las pequeñas cosas, en los lugares más insignificantes, en los silencios más rotundos.

Ága, emociona. Pero Ága, también es el nombre de una traición, de una entrega sin condiciones en los brazos del progreso; una mujer querida por los suyos y que reniega de la sencillez de los principios que le han sido inculcados.

Nanook y Sedna no necesitan escuchar los telediarios y las alarmas de los ecologistas para saber que algo está pasando. En la blanca inmensidad la provisión ya no es infinita: los renos se retiran, los animales mueren antes de ser cazados, el deshielo amenaza, los olores y colores son diferentes...

¿Cuántos años, o siglos, durará el apocalipsis? ¿Cuánto tiempo tenemos, antes de que en el sueño de Sedna la última estrella caiga en el pozo refulgente?

Una vida ajena en una escenario blanco y frío y un espacio amplio a la contemplación proporcionan una experiencia sensorial fascinante, gracias a su vez por la exquisita fotografía que elige la película. El búlgaro Lazarov supo entender las bondades del lenguaje cinematográfico para construir un relato donde unas imágenes potentes, unos largos silencios, el sonido del lugar y unas cuantas palabras bastan para abordar con fuerza una realidad particular, y en este caso, distante.

Más allá del complejo estilo de vida elegido o heredado por sus protagonista, está la nostalgia del cambio, inevitable o evitable, de la tierra, de los paisajes, de los territorios. Esa nostalgia brindada a través de las conversaciones, en medio del silencio, enriquecen el drama de un film que se apoya en las dificultades que afrontan este par de viejos para sobrevivir en su mundo simple, puro y alejado del modernismo.

La sensibilidad de los habitantes de este frío norte es inquietante. La percepción de los cambios a través del oído, de la vista, del tacto; evocan tantas capacidades perdidas u olvidadas por un hombre que ahora se aleja cada vez más de la conexión natural. El film en su sencillez resulta complejo, especialmente cuando la relación con sus hijos sale a flote. Ellos que quisieron romper la tradición y el estilo de vida heredado, parecieran corroborar lo ineludible del cambio, del progreso entre comillas, del deterioro de los territorios. Y esa añoranza por mantener sus costumbres pareciera debilitarlos más, como si de una hueco profundo se abriera con el pasar del tiempo, sin retorno, sin salida.

Agá puede recordarnos en ciertos momentos a El renacido, pero no tiene nada que ver. La historia aquí es mucho más intimista y delicada, y nos es contada a través de unos planos largos que pueden poner a prueba nuestra paciencia, dejándonos así bastante tiempo para reflexionar mientras contemplamos la obra.

Son precisamente estos planos los que llaman más nuestra atención en la película; mostrando un frío crudo y seco, en vez de mostrar tintes azules como en El renacido, aquí las imágenes nos enseñan unos colores neutros y reales, que junto con unos encuadres muy extremistas, nos transmiten una discordancia en el paisaje contemplado.
Además, durante todo el metraje, se mantienen en las esquinas unos curiosos bordes redondeados, que en palabras del propio director, transmiten "una sensación similar a la que se siente al observar algo con una lupa o algo muy lejano con un telescopio."

Visualmente atractiva, no es sino la historia lo que nos puede llegar a decepcionar, ya que no es del todo sencillo conectar con ella.

6,42

Bella para visionar, pero insuficiente como película.
Para ver una familia de esquimales y la dureza de su vida en el ártico ya teníamos el documental Nanuk el esquimal (1922) de Robert Flaherty.
Y encima el director lo vende como la última familia que vivió en esas extremidades y el principio del apocalipsis.