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España España · Valencia
Críticas de Carorpar
Críticas 1.104
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
Shôgun (Miniserie de TV)
Miniserie
Canadá2024
7,7
3.098
Justin Marks (Creador), Rachel Kondo (Creadora) ...
6
27 de abril de 2024
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
«Shôgun» nos ofrece uno de los más perfectos ejemplos del «hype», rasgo definitorio por antonomasia del arte (¿?) contemporáneo: hasta su tercer episodio se trataba de una obra maestra, lo mejor que le había ocurrido a la TV desde «Juego de tronos» («Game of Thrones», 2011-2019). Tanto es así que incluso las previsibles acusaciones de falta de rigor histórico y apropiación cultural quedaron opacadas por el unánime entusiasmo (a)crítico.
Y de pronto, a partir de su cuarta entrega, la serie creada por Justin Marks prácticamente se esfuma del debate en los mentideros digitales —y no digamos ya en los impresos—, víctima no sé si del todo justificada de una especie de «ghosting» universal, condenada a la intrascendencia con encono directamente proporcional al fervor con que se la encumbró.
Probablemente la propia «Shôgun» tenga bastante responsabilidad en dicha deriva indeseable, principalmente porque dedica 10 horas a una trama que se hubiera podido contar a la perfección en los 100-120 minutos antaño de uso. Ello redunda en una prematura, tempranísima sensación de fórmula agotada, y en la cansina reiteración de secuencias calcadas unas de otras. La verdad, he estado a un «seppuku» de desistir y dejarla a medio también yo.
Asimismo, la serie adolece de un ritmo en exceso moroso para los gustos —y el TDAH— del espectador de nuestros días. En favor de tan discutible cadencia cabe alegar que se trataría de un reflejo de los tiempos, pausadísimos, de uso en el Japón feudal y cuyos ecos se escuchan todavía en ciertos ritos ancestrales como el de la preparación del té. Me parece perfectamente legítimo, tanto o más que las aparatosas cabezadas a que inducen numerosos pasajes.
A nivel argumental, las conspiraciones palaciegas y sus correlativas puñaladas traperas —reales o figuradas— nunca dejan de dar juego, ya sea en el foro romano o en los despachos de Christiansborg, entre otras sedes de poder y traición; conque el ascenso de los Tokugawa —aquí Toranaga— no carecía de posibilidades dramáticas. Ahora bien, el tratamiento que se da al piloto John Blackthorne oscila entre el (co) protagonismo esperable y la irrelevancia sobrevenida, como si a sus responsables les hubiese descolocado que el personaje histórico —su nombre real era William Adams— sí tuviera gran influencia en Tokugawa leyasu, pero años después de que sucedieran los hechos recreados. Tampoco ayuda el hecho de que el encargado de encarnarlo sea un morcón ibérico del calibre de Cosmo Jarvis.
En un plano estrictamente formal «Shôgun» resulta impecable. La puesta en escena se adorna con unos valores de gran producción cinematográfica, ambición visual —y sonora— que se venía echando de menos en un medio cada vez más adocenado por los inanes dictados del algoritmo. En suma, una colección de estampas muy atractivas a la que le hubieran venido bien unos mayores dinamismo y capacidad de síntesis, así como un (a priori) protagonista mejor dotado para la interpretación.
Carorpar
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8
17 de abril de 2024
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Contra todo pronóstico y frente a «hypes» del tumefacto calibre de «Shôgun» (ídem, 2024) y, especialmente, «El problema de los tres cuerpos» («3 Body Problem», 2024), la serie de esta primavera —a efectos artísticos al menos— ha resultado ser un producto de muy diferente naturaleza: la puesta en imágenes —por tercera vez— de la célebre novela de Patricia Highsmith «El talento de Mr. Ripley», en blanco y negro, con cadencia calma y ambiciosas aspiraciones estéticas. Una obra definitivamente de otra época hasta tal punto que, en palabras del crítico Pere Solà Gimferrer, «no parece de Netflix».
En efecto, «Ripley» hace gala de una fotografía deslumbrante, no en vano firmada por un Robert Elswit de brillante currículum. Aquí nos obsequia con el fruto de la fecundísima cópula a cuatro bandas entre «noir» americano, expresionismo alemán, neorrealismo italiano y la precisa geometría de los planos de Antonioni. Todo lo cual enmarcado —poseído, fagocitado— por la belleza decadente y milenaria de Italia. Los primeros episodios, cuando la vista todavía no se nos ha acostumbrado a semejante festín visual —embrutecidos como estamos por los usos y abusos algorítmicos que cimentan las plataformas de contenidos—, constituyen una experiencia epifánica voraz.
A nivel argumental, «Ripley» demanda del espectador cierto ejercicio de suspensión de la incredulidad a fin de pasar por alto un puñado de subterfugios —presentes asimismo en el original literario y en las dos adaptaciones cinematográficas— sin los cuales no habría historia. Principalmente la facilidad con que el túrbido protagonista logra ganarse la confianza del despreocupado ricachón Dickie Greenleaf —la propia displicencia aristocrática con que éste se desenvuelve supondría una explicación aceptable para ello— y las sucesivas fintas, algunas ciertamente abracadabrantes, gracias a las que se libra de sus perseguidores. Por ejemplo, cuesta bastante creerse el éxito de su última entrevista con el inspector Ravini. Quizá por eso, y porque para entonces las arrebatadoras imágenes han dejado de ser una sorpresa, la segunda mitad de la serie no raya a la altura de sus primeros tres o cuatro capítulos.
«Ripley» pasa de puntillas por la tensión homoerótica que atravesaba la novela y ambos largometrajes, seguramente porque —por suerte— la orientación sexual no es hoy el objeto de controversia de antaño. Steven Zaillian, creador, director y guionista, se muestra más pendiente de la quebrada mente del «parvenu» Tom Ripley. Andrew Scott encarna a un Ripley de edad más avanzada —roza los cuarenta, apenas pasaba de los veinte en las versiones antedichas—, escasas habilidades sociales y nulos escrúpulos en su búsqueda de una vida a cuerpo de rey.
El actor irlandés entrega un trabajo sobresaliente, un tanto frío si se quiere; pero la pobreza emocional forma parte de los rasgos distintivos de la personalidad del psicópata. El enfermizo magnetismo que imprime al papel hace palidecer al resto del reparto, todos y cada uno de cuyos personajes manifiestan una inteligencia a años luz de la del elusivo parásito interpretado por Scott. Posiblemente ello explique la dificultad de empatizar con ninguno de ellos y que, en cambio, deseemos que un tipejo tan despreciable como Ripley se acabe saliendo con la suya.
Carorpar
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9
7 de abril de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo primero que llama la atención en la enésima obra maestra de Kurosawa —porque, digámoslo de una vez, «Dersu Uzala» es sencillamente maravillosa— es que se rodó con cargo al presupuesto del comisariado del pueblo competente en materia de cinematografía.
Lo segundo, que, desarrollándose en Siberia en los años inmediatamente anteriores a la Revolución rusa, durante los cuales muchos de cuyos líderes darían con sus huesos en dicha región, no hay referencia alguna a tales destierros, y ello pese a tratarse de episodios de bastante relevancia en los mitos fundacionales del comunismo soviético.
Lo tercero, y directamente relacionado con lo anterior, que siendo su (co) protagonista y narrador un oficial del ejército zarista y un miembro por demás representativo de la (pequeña) burguesía, no aparece como el previsible enemigo de clase merecedor del peor de los oprobios. De hecho, el Arséniev real se libró de la Gran Purga al morir en 1930; pero su mujer y su hija sí cayeron presas del delirio estalinista.
Que todo lo antedicho sucediera bajo el mandato de Bréhznev y en un contexto de endurecimiento de la represión —especialmente en el campo de las manifestaciones culturales— constituye una prueba fehaciente de la personalidad del cineasta japonés.
En términos estrictamente artísticos, «Dersu Uzala» se erige en un auténtico festín visual. La feroz belleza de la taiga, captada además en película de 70 mm, resulta abrumadora y refleja con angustiosa veracidad las arduas condiciones climatológicas que Kurosawa y su equipo hubieron de arrostrar.
Enmarcada en el género aventurero, presenta peculiaridades que redundan en su singularidad. De entrada, el tempo reposado con que transcurre buena parte de su metraje. Ahora bien, los pasajes en que la naturaleza se rebela contra el anhelo humano (demasiado humano) de someterla vienen rodados con un vertiginoso sentido del ritmo. Asimismo, encontramos en el periplo de Arséniev y Dersu una inconfundible impronta del homérico western fordiano. No en vano, Kurosawa se reconocía rendido admirador del realizador americano.
Mención aparte merece el encargado de interpretar al cazador que da título a la cinta. Maksim Munzuk compone un personaje antológico, entre los más entrañables de la historia del cine —si no el que más—, y lo hace con una naturalidad que desarma. Profundamente emocionante, absolutamente inolvidable.
Carorpar
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4
3 de abril de 2024
10 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Valga la redundancia, el gran, insalvable problema de «El problema de los tres cuerpos» radica en unas premisas de todo punto absurdas.
Me explico.
A nadie con unas mínimas nociones de antropología, o de historia, escapa que, si algo caracteriza al ser humano, es su tendencia a exterminar cualquier especie que le resulte no ya amenazadora, sino meramente molesta, o poco útil. Pues bien, unos alienígenas cuya única posibilidad de supervivencia pasa por instalarse en el planeta Tierra y a los que preocupa sobremanera el nivel de desarrollo tecnológico y, por ende, armamentístico que habremos alcanzado para la fecha estimada de su llegada —dentro de 400 años, nada menos—, no contentos con avisarnos con tamaña antelación, nos insultan tildándonos de insectos en los miles de millones de pantallas que pueblan nuestro mundo. Argumento: no saben mentir, pobrecitos. Corolario: tienen menos luces que un repetidor de la FP Básica. No sé qué pasará en las novelas de Liu Cixin, pero en la vida real el Departamento de Defensa de los Estados Unidos se estaría frotando las manos mientras retoma las pruebas nucleares en Alamogordo hasta aflorar el último cartucho de «E.T. The Extraterrestrial».
Quizá ello explique los escasamente halagüeños datos de audiencia con que ha sido saludada esta primera temporada. A fin y al cabo, el suscriptor de Netflix no tendrá las inquietudes intelectuales del de Filmin, pero tampoco hay por qué tratarlo de gilipollas. Tanto es así, que una eventual cancelación está sobre la mesa, lo cual supondría un tropiezo de proporciones bastante sísmicas, habida cuenta del oneroso desembolso que la plataforma californiana ha debido realizar para, primero, hacerse con los derechos del original literario —Amazon llegó a ofrecer unos insuficientes mil millones de dólares—, fichar a Benioff y Weiss después —otros 200 millones—, rodarla con los oropeles visuales de rigor y promocionarla a una escala aún mayor de lo que acostumbra.
En efecto, en una operación de marketing que ni en su día la de «Narcos» (ídem, 2015-2017), se ha creado un «hype» inmediato y artificial, una burbuja tumefacta que, cual recreación (post) moderna y «centennial» del traje nuevo del emperador, se pincha con el visionado del primer episodio. Algo similar, pero de modo no tan flagrante, sucedió con «The Last of Us» (ídem, 2023) hará cosa de un año. Signo de los tiempos líquidos que nos han caído en (mala) suerte. Volviendo a la serie que nos ocupa y por cerrar la idea: nos prometen «La guerra de los mundos» en cualquiera de sus versiones, también la radiofónica, y en cambio nos enchufan ocho horas de «Contact» (ídem, 1997), al menos en cuanto a entretenimiento; porque, además de profundamente estúpida y pródiga en incoherencias, «El problema de los tres cuerpos» resulta soberanamente aburrida. Si eso no es publicidad engañosa, que venga Dios, o los San-Ti, y lo vean.
En cuanto a su joven reparto —escrupulosamente respetuoso con las cuotas étnicas y de género y cuya mitad masculina manifiesta una inteligencia rayana en la discapacidad, y ello pese a tratarse de (supuestas) luminarias en el campo de la física—, destaca por una insipidez ciertamente desalentadora. John Bradley, único de sus integrantes agraciado con un ápice de carisma, procura quitarse de en medio lo antes posible, como si hubiera tomado súbita conciencia del disparate cósmico en que se ha dejado enrolar. Ni él mismo se explica en base a qué arcanos talentos su pueril personaje se ha hecho asquerosamente rico. Aunque sin duda lo más irritante es el sempiterno mohín de adolescente contrariada que Eiza González imprime al suyo, una improbable eminencia de la nanoingeniería a la que todo le viene mal. Sólo Jess Hong parece esforzarse por insuflar algo de dignidad a su papel, si bien el alucinado plan que concibe para infiltrarse entre los invasores no ayuda a tomársela demasiado en serio.
Carorpar
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Libreros de Nueva York
Documental
Estados Unidos2019
6,4
336
Documental, Intervenciones de: Fran Lebowitz, Rebecca Romney, Susan Orlean, Gay Talese ...
7
2 de abril de 2024
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Interesante documental, si bien seguramente destinado a un público no diré que selecto —por no sonar altanero en exceso—, pero sí ciertamente acotado, el de los coleccionistas de libros antiguos. Me precio de contarme entre tan peculiar paisanaje, así que he disfrutado mucho.
Con estilo sobrio y, por ende, no exento de elegancia, y cediendo la palabra por completo a sus protagonistas, D. W. Young aborda las diferentes facetas del mundo de la compraventa de ejemplares raros, añejos o, como suele ser el caso, ambos a la vez.
La estructura del film viene dada por el triple perfil de consumidor de tales libros: coleccionistas particulares, vendedores e instituciones. El título nos avisa de que los segundos van a llevar la voz cantante. Habida cuenta de que no existe mayor experto en la materia que un librero de toda la vida, me parece una opción irreprochable; sin embargo, hubiera agradecido una presencia mayor de los primeros.
«Libreros de Nueva York» transmite con encomiable fidelidad las motivaciones que mueven al coleccionista —y no sólo de libros—: la emoción de la caza y la sensación, personalísima, de haber hecho un hallazgo único, sin que necesariamente se trate de una primera edición firmada.
Queda constancia asimismo de la evolución del libro físico desde su condición originaria de compendio de información escrita a la de objeto, no tanto meramente decorativo —al menos para el bibliómano sincero— como casi un fetiche.
En dicha transformación tiene mucho —todo— que ver la irrupción de internet, también en el proceso mismo de husmeo y adquisición. Porque cuando el tesoro está apenas a un clic de nosotros, se pierde buena parte del encanto intrínseco a la búsqueda.
Carorpar
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