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Críticas de JoseManuelCampillo
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Críticas 6
Críticas ordenadas por utilidad
9
12 de diciembre de 2013
6 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
A veces creo que uno contrae matrimonio para tener un testigo. Alguien que dé cuenta de lo que ha hecho durante toda su vida. Si no se llega a casar, ese testigo son los momentos mágicos que uno haya vivido, los prosaicos o desagradables los borramos como si se tratara de una pizarra Vileda. Con las películas pasa igual. Nos acordamos de ellas por una determinada escena o no nos acordamos. En Érase una vez en América se cumple esa máxima anterior. Y nos acordamos. Sigamos.
La música de Ennio Morricone es al cine lo que la de Georgie Dann a las verbenas: imprescindible. Cuando el compositor italiano está detrás de las imágenes acunándolas, la película no defrauda. Es como el Mourinho de antes, el que no estaba peleado con su sombra, que con un puñado de hombres normalmente ambidiestros, que no le pegan bien ni con la izquierda ni con la derecha, era capaz de conquistar cualquier Liga.
Sergio Leone, el director, sabe de las excelencias melódicas del Puccini moderno. Y también sabe que si al genial compositor le ficha para su orquesta a Robert de Niro, a James Wood y a Elizabeth McGovern, la sonoridad y brillantez pueden compararse a la de Plácido Domingo en su insuperable papel del desdichado Otelo.
Estamos ante la historia de una vida contada desde la infancia, el lugar de nuestra biografía en el que se bifurca todo. Es ahí donde debemos mirar para ver en qué momento nos equivocamos trazando nuestro árbol vital. Robert de Niro nació con su tronco ya torcido, pero James Wood fue la mala hierba que hizo que este no engendrara ningún fruto.
El amor dibuja en esta entrañable historia uno de sus cuadros más bellos. El marco está hecho de retazos de un majestuoso hotel y jirones de un juguetón y ondulante mar. El lienzo tiene la textura que los ojos sin fin de Elizabeth le confieren, y los pinceles son los violines que hacen que esos ojos que son promesa de amor infinito se abran cual aguas en el mar Rojo. Es la escena de la que les hablaba, una de esas que nos convierten. Pasamos de Saulo a San Pablo. Ya creemos en el amor.
He leído en la blogosfera que si los alienígenas invadieran la tierra esta película sería una de las cosas que se llevarían. Es posible. De lo que estoy completamente seguro es de que a la dulce McGovern no la dejarían aquí.
Posdata: Érase una vez en América es una película con nombre de principio de cuento que no nos sugiere nada, si acaso falta de originalidad. Pero yo les aseguro que es como la Varon Dandy, nunca falla.
JoseManuelCampillo
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9
12 de diciembre de 2013
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
En una ensalada Billy Wilder sería el vinagre de Módena. Por el color, por el sabor y por el regusto que deja en nuestro cinéfilo paladar. Sus películas suelen ser comedias con una pequeña dosis de tragedia shakesperiana donde pululan por doquier los Otelos y las Desdémonas, los Bassanios y los Antonios. Y El apartamento encierra en sus escasos metros la verdad de la afirmación anterior.
La historia tiene paralelismos con la Brummel, en las distancias cortas es donde se la juega. Concretamente, en un ascensor. En esos exiguos metros, el corazón de nuestro protagonista se arrebata hasta conseguir la cima del Everest en un electrocardiograma, buscando que de sus tímidos labios emerjan las palabras que hagan que su amada esboce una sonrisa. O, en su defecto o en su exceso, la promesa de una cita.
El ascensor es la pequeña metáfora del apartamento. Lugar cerrado en el que todo ocurre. Fuera de estos dos lugares nada tiene importancia. Es algo parecido a lo que acontece en el día a día de las personas posmodernas, o quizá antemodernas, para las que lo que ocurre fuera del móvil o internet es tan invisible como yo al lado de Errol Flynn.
El cine de antes tiene el acortado aroma de la elipsis. Busca la magia sin necesidad de hacer presente el previsible y tedioso hechizo. Y eso lo hace maravilloso. El de ahora, explícito y prolijo, aburre. Y es que yo siempre he sido de sugerir, y no mostrar, de mujeres en bikini y no en topless. Billy Wilder, también. Volvamos a la película.
Hay una secuencia en las que vemos a Baxter (Jack Lemmon) bebiendo amargamente un Martini después de haberse enterado viendo la pitillera rota que su amada lo es de otro; unos segundos después la delatora cámara nos muestra ocho palillos etílicos en círculo sugiriéndonos embriaguez y derrota. Hemos pasado de un Martini a ocho a través del alargado sostén de la aceituna. ¡Brillante!
Los protagonistas son los que tienen que ser. Valga esta especie de pleonasmo como antesala de las palabras que vienen a continuación: Jack Lemmon es el ciudadano medio que hace de ello su mejor virtud. Su no brillantez estética hace que seamos empáticos con él. Con Shirley MacLaine es distinto. Tiene una de esas caras que no son bellas ni feas, ni simpáticas ni serias, ni agradables ni su antónimo. Pero sí tiene algo que hace que los hombres se puedan enamorar de ella: altivez en la mirada. Es de las que te mira y no te está mirando. La atalaya de su mirada siempre está un escalón por encima de la nuestra.
Posdata: El apartamento es una película de fracasados que triunfan como lo hacen los fracasados: sin plenitud. Siempre hay un pero que todo lo corrompe. Valga esta agridulce reflexión como fiel reflejo del aroma que desprende la película. Y, por cierto, el cine de Wilder.
JoseManuelCampillo
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10
12 de diciembre de 2013
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
«Eva, Eva, Eva», repetía con una cadencia evanescente Adán mientras ella solo atendía la irrefrenable llamada de la tentación. Ya con la aflicción reflejada en la mirada y la incomprensión en los labios pronunció el «por qué» que tanto resonó en ese deportista impostor que hace unos meses entrenó al Madrid. Eva fue expulsada del paraíso por no saber decir que no, al igual que Eva Harrington (Anne Baxter) por hacer suya la frase de Oscar Wilde: «Puedo resistir a todo menos a la tentación».
Eva al desnudo es una película que requiere varios visionados. Es como los buenos vinos, en cada nueva cata se aprecia un matiz antes escondido en algún sentido que no era el adecuado. La primera vez que la vi la situé entre la lista de «mis» notables de Hollywood. Hoy, después de varias veces en las que me he acercado a ella olvidándome del conjunto y parándome en el detalle, me parece esencia de cine. Ya ha llegado a sobresaliente.
Si alguien quiere saber con exactitud a qué se llama cine clásico que se acerque a esta delicia literaria creada por esa mezcla de Nabokov y Wilde llamado Joseph L. Mankievicz (La huella, El día de los tramposos, Julio Cesar, Operación Cicerón, Carta a tres esposas).
Este fino espadachín de las letras es el mejor jugador de Hollywood en el delicado arte de juntar palabras. Los adverbios, adjetivos, verbos, artículos y demás componentes del dédalo del lenguaje son utilizados por Mankievicz con la misma soltura con la que Dani García maneja el nitrógeno en esas tierras en las que antes brillaba el oro y abundaba el estilo y ahora solo lo hace la bisutería y el mal gusto.
Como soy un empirista radical y quizá muchos de ustedes también lo sean, transcribo un par de frases que sirven de refrendo al párrafo anterior: «Como siempre que una mujer intenta averiguar algo, me dijo más que yo a ella». «La atmósfera es macbethiana». Es cine hablado, de ese que ahora omite su presencia con la misma bizarría con la que Nadal gana torneos. Asistimos, como fieles y apenados testigos del funeral, a la época en la que la imagen ha sepultado a la dulce y, casi siempre, mentirosa palabra.
También es verbo teatralizado. La imagen tiene un encuadre particular. Planos largos y jugosos con un toque esnob que firmaría el mismísimo Dalí. Un esnobismo que subyuga, como lo hace la mirada de Bette Davis, sin casa en el barrio de la belleza, pero con alojamiento eterno en el mundo de la atracción.
Tuvo 14 nominaciones (junto con Titanic ha sido la más nominada de la historia), y recibió 6 estatuillas. Aunque quizá lo más destacado de esos seis premios es que ninguno fuera para Bette Davis, la inolvidable Baby Jane Hudson.
Posdata: Se rodó el mismo año en el que se produjo el Maracanazo, se creó la Stasi, se estrenó en Barcelona El amor brujo, la ONU adoptó un plan para dividir Jerusalén… Aunque lo más importante y llamativo es que el Atlético de Madrid ganó la liga. Y eso es un hecho tan inusual e histórico como lo fue para el planeta que hace unos años coincidieran en tiempo y mandato Zapatero y Obama (Pajin dixit).
JoseManuelCampillo
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9
12 de diciembre de 2013
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Volver a empezar es la manida frase de las parejas que tuvieron un pasado y carecen de futuro; pero también es el título de una película que nadie cantó tan bien como Julio Iglesias cuando este caballero de la mano en el pecho pintado por el Greco hacía suya la música del genial Cole Porter.
En la Academia de Platón rezaba la inscripción de que el que no supiera geometría y matemáticas se abstuviera de entrar. Yo, gracias a José Luis Garci, he podido entrar en esa academia ideal que el tiempo nos ha legado en forma de discurso teórico. Aprendí la propiedad transitiva y casi la cumplo, con una pequeña salvedad, gracias a este director. A él le encantaba Fiorella Faltoyano y la llevó como alumna rezagada en Asignatura pendiente y como aplicada en Asignatura aprobada. El azar me llevó a ver esas películas y me hice de la Faltoyano porque mi gusto, como decía el bueno de Wilde, es muy sencillo: «Solo me gusta lo mejor». Desde ese momento me gustó Garci, a Garci le gusta Faltoyano, ya solo falta esa pequeña salvedad, que yo le guste a la bella Fiorella. Démosle tiempo. Y también aprendí nociones de geometría cuando vi cómo hallaba el área del círculo cuadrado en Volver a empezar, al hacernos creer que el amor verdadero es, a veces, mucho más bello y justo en su no realización.
La luz de la película la presta Asturias, donde incluso de noche es de día. Creo que si los hermanos Lumière la hubieran visitado, no habrían existido las películas en blanco y negro. Una luz que se mece al ritmo que le marca el continuo Canon de Pachelbel, y que predispone nuestros corazones para ser vencidos, incluso antes de comenzar la batalla. Como le pasó a Paris con Menelao.
Antonio Ferrandis siempre trae a mi infiel recuerdo al hombre que fue jueves, ese maestro de la paradoja llamado Chesterton. Nunca me ha gustado Chanquete, nunca me ha gustado Ferrandis y, sin embargo, si he de elegir una película española me quedo con Volver a empezar, y si es una serie con Verano azul. Supongo que todos seremos un poco teresianos y viviremos sin vivir en nosotros, igual que yo ahora afirmo que Ferrandis nunca me gustó y fue el que más me hizo disfrutar.
Garci nos muestra, a través de las vivencias de Antonio Miguel Albajara, la patria de la felicidad. Ese hábitat casi utópico que solo podemos visitar si nos abandonamos y no pensamos, únicamente sentimos. Un lugar en el que el empadronamiento suele durar poco tiempo y la entrada es exclusiva. Se puede acceder si antes has llamado a la puerta de sus únicos interlocutores válidos: el amor y el juego.
Posdata: La inscripción en la república de la felicidad dice así: «Abstenerse de entrar quien no sepa que…». Perdonen que guarde el secreto para mí, pero solo el no decir me hace interesante.
JoseManuelCampillo
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8
12 de diciembre de 2013
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Amor suena a bolero, pero este Amor no lo es. Es el nocturno en Si bemol menor Op. 9 de Chopin. Melancólico y profundo como también lo era la voz de Nat King Cole.
La historia de esta película es la de una constatación: todo es mentira. La vida es la mayor mentira jamás contada; pero cuando uno se da cuenta, es demasiado tarde. Ahora bien, es una mentira que puede ser agradable o no. Eso depende de nuestra actitud.
Haneke nos cuenta la historia de dos octogenarios en el momento en el que ya no hay marcha atrás y hay que hacer balance. Ya no hay futuro, quizá un poco de presente para rendir cuentas y un pasado que sirve de bastón en el que apoyarse en esos momentos en los que la cotidianidad te aplasta con su insufrible repetición.
La vejez no es agradable. Es fea y triste, pero es verdadera. Ya no son necesarias las máscaras, ¿para qué? Es la época en la que volvemos a ser puros, cual eterno retorno, como lo éramos al nacer. Nos hemos quitado lo superfluo, la cultura y los prejuicios, y nos atrevemos a mirar a la realidad sin las dioptrías que nos va colocando el paso del tiempo. Eso es lo que nos muestran con sobriedad y exquisita delicadeza Georges (Jean-Louis Trintignant) y Anne (Emmanuelle Riva).
Hay una escena al principio de la película, en apariencia superflua, que lo dice todo sobre ella y sobre las pseudoverdades de la vida. Anne se encuentra mal, Georges abre el grifo para mojar un trapo que después le va a pasar por el cuello. No cierra el grifo. Nosotros nos quedamos pendientes del repetitivo sonido que el agua provoca al chocar contra el fregadero. Estamos por decirle «por favor, ciérralo». Él, sin embargo, está ensimismado en Anne, sigue ajeno al molesto ruido. Los sentidos solo los tiene aguzados para lo que devenga de ella. Aunque se hubiera inundado el piso, no se habría dado cuenta. Porque el que ama de verdad nunca se para en lo superfluo. Solo le interesa lo importante. Y lo importante es amar, como decía el título de aquella película de Zulawski.
Otra escena que nos educa es la que se produce cuando Georges se equivoca y realiza una acción execrable. Después le dice a Anne: «Lo sieeenn..too». Y he escrito bien. Es un «lo siento» pesado y lento, como lo son los auténticos, los que salen de dentro del corazón. No es uno ligero y baladí como los que utilizan los que, en realidad, no lo sienten.
Los diálogos son sobrios y precisos. No hay palabras innecesarias. Ese es uno de los encantos de la película. Haneke sabe que cuando se analiza el sufrimiento hay que ser un buen funámbulo de la palabra. La inapropiada siempre nos acerca a la insoportable banalidad.
Posdata: No es apta para los que quieran saber en qué acaba eso tan curioso llamado vida. Ahora bien, sí lo es para los que quieran saber qué es eso del amor verdadero. Y como diría el pleonasmo, lo he visto con mis propios ojos.
JoseManuelCampillo
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