Meritorio intento condenado inevitablemente al fracaso el de adaptar el mundo verbal del bíblico momumento de Melville.
El film fascina cuando anticipa (en los rostros de los marineros y en la luz natural de los puertos y cubiertas) atmósferas cercanas al neorrealismo viscontiniano o anticipatorias del free cinema, o cuando te arrastra a la aventura hollywoodiense sin pretensiones.
Deja un sabor agridulce en el ceño iracundo y la voz bronca de Peck, en la retórica anticinematográfica de los diálogos o cuando subraya con apuntes temáticos el significado místico del original.

Apabullante espectáculo audiovisual de un "cineasta-cinéfilo" virtuoso. Es wellesiana, tarantiniana, felliniana, godardiana, antoniniana, wongkarwaiana...
Lo mejor: entre los recovecos de un macguffin persecutorio cargante, la realidad surburbial que se esconde tras el esplendor económico del nuevo imperio chino.
Algún día, probablemente Diao Yinan dará con un guión redondo y rodará una obra maestra.

Sirk se desnorta en la espesuras faulknerianas.
Turbias paternidades, tríos con camas separadas, aventuras aéreas, una ambientación brillante pero demasiado limpia de la Depresión y algún monólogo sumamente anticinematográfico dibujan un film a la postre demasiado bizarro.
Mundos artísticos incompatibles, los de Faulkner y el melodrama de los cincuenta, al menos tan incompatibles como Faulkner y cualquier intento por trasladar su prosa a imágenes, aunque se agradece el esfuerzo y sobre todo la elegancia de ese blanco y negro en una década de technicolor estridente.

Uno de los melodramas más populares de Sirk y también de los menos sutiles, incluso plásticamente.
Carente del entramado conflictivo de capas individuales y sociales de sus mejores películas, es una apoteosis cristiana del tema de la redención, con hijo pródigo y ángel de la guarda incluidos.
Quizás uno de los mejores ejemplos de la fórmula tragedia más tragedia igual a comedia.

En la lucha por su supervivencia como cineasta post-Hearts, bajo la sombra del tedio de una trama de espionaje, Welles no permite que sucumba su genio: nadie ha utilizado el dramatismo del primer plano en gran angular como él, ni los ángulos picados, contrapicados u oblicuos, ni la continuidad entre movimientos de cámara.
Nadie ha dramatizado como Welles, epígono cinematográfico de Shakespeare, la fuerza autodestructiva del deseo de poder: esta vez en la figura de un apóstol fugitivo del nacionalsocialismo.
La conciencia americana, mientras tanto, intenta exorcizar a través del cine su facilidad para integrar a la inteligencia nazi durante la posguerra.