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España España · Salamanca
Críticas de La Maga
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Críticas 190
Críticas ordenadas por utilidad
3
31 de enero de 2007
30 de 47 usuarios han encontrado esta crítica útil
Steven Spielberg barajó durante algún tiempo la posibilidad de adaptar el best-seller de Arthur Golden Memorias de una geisha, pero desgraciadamente, sus esfuerzos se volcaron únicamente en tareas de producción. El marrón ha recaído en Rob Marshall, director de una de las películas más sobrevaloradas de los últimos tiempos: Chicago.
La cinta viene precedida de una polémica absurda: las protagonistas son interpretadas por actrices chinas. Precisamente la tría formada por Zhang Ziyi, Michelle Yeoh y Gong Li es lo único que sale indemne de esta visión occidental del Japón. Las geishas eran una mezcla de señoritas de compañía y prostitutas de lujo, pero Rob Marshall sólo sabe convertirlas en obras de arte en movimiento, muñequitas de porcelana, simple souvenir para autóctonos y forasteros. Su mirada turística, de escaso dominio en lo referente a la cultura clásica japonesa, se suma a la última moda de Hollywood: la venta de exotismo oriental. Y quién mejor para esta tarea que Rob Marshall, especialista en espectáculos amables, pero huecos, en los que aprovecha la mínima oportunidad para introducir un número musical.
Memorias de una geisha es un enorme (145 minutos de visita) parque temático donde el análisis social e histórico brillan por su ausencia, el amoroso-sentimental responde a una mente de cinco años y el concepto japonés de contemplación es malinterpretado. A Marshall le gusta cultivar viejos géneros clásicos, pero en esta ocasión confunde la sutilidad del melodrama con superficialidad, y aunque la trama funciona porque es más vieja que el cine, su preciosismo técnico, exprimido hasta la saciedad, es tal, que acaba por revelarse como auténtico papel de regalo. Si se lo quitamos, lo que nos queda es una serie de estampas bien musicadas y construidas sólo para demostrar lo buenos que son todos los que participan en ella (música, vestuario, decorados, maquillaje, fotografía…). Además, la poca fidelidad al texto, su estilo opereta (los japoneses son básicamente unas personas vulgares) empalagan una profundización de nulo interés dramático. De ella sólo se salva su maravilloso inicio, mezcla dickensiana y cenicienta que debería empujar la curiosidad de Rob Marshall a recorrer, quién sabe si por primera vez, algunos de los mundos reflejados por Mizoguchi, Naruse, Ozu, Oshima… Eso sí que es papel de regalo, pero con caramelo incluido.
La Maga
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8
9 de mayo de 2007
16 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
El autor de Happiness, una de las cintas más imprescindibles de los últimos tiempos, regresa con personajes manipuladores y manipulados.
Storytelling viene precedida por su censura y sus problemas de exhibición en USA, y supone la versión ingrata, cruel y despiadada de la dulce y académica American Beauty (desternillante parodia la de la bolsa de plástico siendo azotada por el viento). La película está dividida en dos historias bien diferenciadas por los rótulos Ficción y No ficción (una tercera historia, interpretada por el creciente James Van Der Beck, alias Dawson crece, fue eliminada por su alto voltaje homosexual).
La utilización de este recurso es el primer puñetazo que Solondz dirige contra el espectador: con la ficción retrata una supuesta historia acerca de la que todos estamos cansados de saber, o tal vez embotados debido a tanta repetición; con la no ficción el director trata de derribar las telarañas de nuestro emponzoñamiento mental. Esto no quiere decir que la primera no requiera atención, sino todo lo contrario.
La inteligencia de esta propuesta radica precisamente en buscar los hilos conductores que llevan de la primera a la segunda, y los elementos reflexivos que ambas comparten. Vi (espléndida Selma Blair, Crueles intenciones) acaba de romper con su novio, afectado de parálisis cerebral. Para redimirse, qué mejor que follarse al señor Scott, ganador del Pulitzer. Toby es un fracasado que quiere rodar un documental sobre la adolescencia. Scooby es su protagonista, un chaval desquiciado por su familia (genial John Goodman) y embargado por su narcisismo, que sólo tiene un sueño: ser presentador de un programa de entrevistas. La frontera que separa la esperanza de la estupidez es muy fina, como bien recuerda el pedante, abotargado e insensible hijo menor de la familia. Cierto en toda regla.
A través de ingredientes tan in cómodos como la humillación, la discapacidad, la degradación sexual o el linchamiento familiar, ya sea en clave de comedia social y realista, o comedia negra y satírica, hay que agradecer este ataque contra la clase media norteamericana convencida de que los hijos a punto de ingresar en la universidad sufren mayor estrés que los jóvenes bosnios que viven bajo las bombas, y la intención del director de contar la verdad alejándose de los tópicos establecidos, en busca de una respuesta emocional acorde con lo que se nos cuenta.
La Maga
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7
27 de mayo de 2007
13 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Gracia Querejeta reflexiona sobre la familia y su entorno utilizando la discreción sabiamente.
Uno de nuestros productores más comprometidos, Elías Querejeta, tiene en Gracia Querejeta a una valerosa, disciplinada y madura hija que, poco a poco, va ganando en oficio como directora tras Una estación de paso, El último viaje de Robert Rylands y Cuando vuelvas a mi lado.
Héctor cuenta la historia de dos hermanas, una que acaba de mori, y otra que no se ha podido despedir. Entre medias, como herencia y cordón umbilical, el hijo del título de la película (un papel que exigía un difícil registro, y que Nilo Mur ha cubierto de hermetismo).
Gracia Querejeta ha conseguido una suerte de claridad, limpieza y luminosidad en su última película. Una alternativa al talante pesimista y crudo con que Fernando León de Aranoa dirigió Barrio y Los lunes al sol. Volviendo a dar signos de su maestría a la hora de estructurar sus guiones, y apuntalando su dominio de la sugerencia, sabe adónde se dirige, lo que quiere y cómo conseguirlo a través de una película coral y visual.
La felicidad es posible hasta en los entornos más duros, esos núcleos periféricos donde las clases trabajadoras se arriman a las ciudades como queriendo huir de ellas, y al mismo tiempo, seguir a su lado. Aprovechando las posibilidades emotivas y optimistas, ese resquicio de libertad y esperanza que el guión preestablecido de nuestras existencias nos permite, la directora parece decirnos que el miedo nos atenaza en instantes precisos, y que es en ese punto donde sabremos si venceremos o no a toda clase de determinismo social. Sólo el sacrificio y el compromiso pueden hacer que Tere y Juan saquen adelante su matrimonio, que Tomás, el sacerdote del barrio, siga ayudando a los necesitados, o que Juan anime a sus trabajadores a sentirse parte de la empresa.
La directora es consciente de la tentación de su blandura, de la incomodidad de sus personajes, de la cierta artificiosidad, aunque coherente, que respiran algunas partes del desarrollo (reconciliación Gorila - Juan), y del pudor que siente al mostrar los sentimientos más fríos. Aun así, su entereza y sabiduría en la elección y dirección de los actores (qué gran actriz eres, Adriana Ozores), y su intuición al abordar los amores contrariados y los celos mal asumidos, le animan a la búsqueda de nuevos temas sin abandonar sus constantes.
Los jóvenes protagonistas corren en el descampado junto al raíl de las vías de tren. Es entonces cuando el espectador se pregunta si habrá una vida distinta, una parada diferente, una solución tras el horizonte.
La Maga
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7
2 de junio de 2007
13 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
El inicio del marketing masivo es el contexto del que parte Jane Anderson, debutante en el cine, que no en el largo - suyos son los telefilmes Si las paredes hablasen 2 (2000) y Normal (2003) - para condensar una parte de la América existente en la era de la sociedad de consumo. Una época llena de loterías, patrocinios, catálogos populares e investigaciones de mercado en la que te decían, con el televisor como objeto catalizador y demiúrgico, lo que debías comprar, lo que necesitabas.

Inspirada en hechos reales (The prize winner of Defiance, Ohio: How my mother raised 10 kids on 25 words or less), con lo que eso conlleva de fantasía en Hollywood, Anderson naufraga durante media hora en busca del estilo respetuoso e incisivo que le permita reflexionar acerca del machismo imperante en los 50, cuando las mujeres todavía no eran aceptadas en los lugares de trabajo y las amas de casa se convertían en maestras de la palabra. Tras su realización televisiva (secundarios de brocha gorda - una Laura Dern desaprovechada -, puesta en escena repetitiva, ausencia alarmante de lo musical…), acaba convirtiendo sus carencias en la base de una atmósfera malsana con la que convertir a su protagonista en heroína, trasunto de lo que resultaría mezclar a la escritora Dorothy Parker y a la actriz Doris Day. Seguramente, una mujer como Evelyn Ryan habría dirigido hoy una agencia de publicidad, escrito su propia columna o diseñado su propia línea de ropa, pero en aquellos años representaba la connivencia recatada con la que una parte de la población femenina seguía parapetando los parámetros de desigualdad de género, el conservadurismo más abyecto. Puro melodrama clasista (Kinsey, La sonrisa de Mona Lisa, Lejos del cielo…), germen del posterior progresismo norteamericano. Anderson consigue el distanciamiento necesario para que el espectador analice lo ganado, y despierta en el hombre “evolucionado” un instinto feminista de supervivencia, de indignación ante los roles aceptados con resignada abnegación.

Aquí es donde entra en juego Julianne Moore, que en un momento esplendoroso de madurez, consigue emocionarnos convirtiéndose en una mujer de felicidad independiente, que puede parecernos tonta, pero que detrás de esa aparente ingenuidad, es un ejemplo de superación, talento, optimismo y amor por la vida. Con lo que ganaba en los concursos, logró sacar adelante a diez hijos y un marido (magnífico Woody Harrelson, consigue humanizar al malhechor) negado por su cretinismo y superado ante tamaña y desbordante vitalidad. Una mujer que dejaba a un lado con gracia la adversidad y la mezquindad, y cuya bajo cursilería, se escondía una integridad moral a prueba de hecatombes, representante de cualidades que deberían ser globales (en todos), la sublimación virginal de la mujer empeñada en abarcar y organizar el mundo desde el hogar, que le permitiera ser recordada con el filtro de una realidad soñada a través de la nostalgia biográfica de sus hijos, eternamente agradecidos.
La Maga
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7
13 de abril de 2007
15 de 20 usuarios han encontrado esta crítica útil
Costa-Gavras vuelve a refrescar la memoria colectiva a pesar de su excesiva implicación personal. La polémica comenzó en la pasada Berlinale. Un cartel (una cruz convertida en esvástica) diseñado por Oliviero Toscani, fotógrafo habitual de las campañas de Benetton,causó conmoción. Rápidamente surgieron las reacciones (conmociones). Los críticos que, desde su catolicismo más apasionado, antepusieron sus convicciones a las cualidades artísticas del film; y los críticos que supieron separar la ficción de la realidad.
Riesgos
En efecto, el cine de Costa-Gavras es arriesgado. Al igual que algunos de sus compañeros de profesión (Bertrand Tavernier, Ken Loach, Fernando León de Aranoa...), siempre provoca una llamada de atención a los historiadores, sociólogos y políticos. En ese intento por desvelar la verdad (rigurosa o refutable en casos aislados), como en Amen, navega por las sombras peligrosas del panfleto (recuerden Pan y rosas de Ken Loach como un ejemplo reciente), rozando la vertiente demagógica y doctrinaria, culpables esenciales de que se palpe una evidente construcción tendenciosa del relato. Además, esto repercute en un cierto maniqueísmo y abuso de estereotipos: el malo muy malo, el bueno muy bueno…
No obstante, este tipo de directores están en vías de extinción, y su sola presencia en una sala de cine al menos no dejará indiferente y asegurará unos buenos minutos de concienciación. Su componente didáctico no se ve muy aderezado, consecuencia tal vez de un estilo visual muy personal, propio de la década de los ochenta y de los telefilms, y por tanto, muy austero y decadente. Esto también ocurre con sus esquemas narrativos, característicos de un cine de denuncia en ocasiones insípido.
El tren de la muerte
Amen se basa en una obra teatral de Rolf Hochhuth, El vicario (1963), y ha sido trasladada a la pantalla a través de una superproducción europea que deja ver en ocasiones un excesivo acartonamiento y precarios efectos especiales. Dos personajes (ambos formidables), el primero real, el segundo ficticio: Kurt Gerstein, oficial de las SS y especialista químico que colabora para acelerar el proceso de cremación con el que los alemanes exterminan a los judíos, y Riccardo Fontana, un jesuita que luchará por que la cristiandad se revele, haciendo caso omiso de sus intereses y respetando la dimensión humana. En definitiva, lo de siempre en Gavras, un hombre enfrentado a la maquinaria y corrupta política a través de un excelente uso de la elipsis (magnífico ese plano recurrente del tren, unas veces vacío, otras veces cargado de futura muerte), un auténtico género de terror si tenemos en cuenta escenas como la del crematorio, la mariscada o el primer encuentro entre el jesuita y el Papa Pío XII.
A través del contraste, el creador de Z, Estado de sitio o Desaparecido acierta con el énfasis en los detalles, engrandece a sus héroes y sugiere una Iglesia indolente, hipócrita, avariciosa, cobarde, que antepone el dogma a las personas.
La Maga
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