Vinagre para las heridas; la infalible receta de Bresson para que salgamos endurecidos, o muertos de dolor, por el impacto que nos causan sus películas.
En este caso, adaptando una novela de Bernanos (1936) que habla de los problemas de fe de un joven sacerdote y de las escasas diferencias místico-ideológicas entre los seguidores y los encarnizados detractores de la religión católica, vuelve a retratar los oscuros recovecos del alma y la infructuosa lucha entre la debilidad humana y la tozuda realidad.

El único aliado del obnubilado cura de pueblo es su cuaderno de apuntes, en el que garabatea con lágrimas negras sus tristes experiencias, sus infinitas dudas y el próximo triunfo de la enfermedad.

La capacidad de Bresson para trasladarnos el auténtico infierno de un indefenso sacerdote, desarmado por la misma acción divina, es milimétricamente certera. Consigue herirnos con su penetrante blanco y negro, y hace que nos arrastremos por entre el barro y los biliosos vómitos; muy cerca del que sufre, sin poder ayudar, sólo sintiendo.