De "La aventura", además del repegajoso hastío de la indolente burguesía, nos queda el lento transcurrir del tiempo, el sol mediterráneo comiéndose el sepia de las sábanas, las siestas como muladar de sueños imposibles, el ir y venir de los amores náufragos; la traición, clavo en el alma para sabernos vivos, los perdones imperdonables y una pregunta harta de volar que nadie responde, condenada a una existencia de eterna suspensión.

El gran Michelangelo Antonioni muestra una vez más lo poco que somos sumergidos en nuestra problemática vital, en nuestros cortos placeres, en nuestras obligadas ausencias, en nuestros extintos proyectos y en nuestras cómodas, erráticas y comatosas aventuras de amor, o su gemelo: el desamor.

Sólo ver si se es incondicional de Antonioni y si del cine también nos interesan el dolor existencial, los sabores amargos, los olores dulces y pútridos o el cadencioso balanceo de las caderas de Monica Vitti por las empedradas calles de una Italia decadente.