El viaje de Lola, con su hijo autista, a uno de los lugares en que está señalado el fin del mundo es, además de una expedición desesperada, una simbólica prueba de hasta donde llega el amor maternal.
Tristán, nuestro niño con trastornos neurobiológicos, parece reaccionar con sensibilidad cuando ve en televisión programas en que aparecen las orcas. Uno de los expertos mundiales, de nombre Beto, realiza su trabajo de aproximación a estos peligrosos cetáceos en la Patagonia Argentina; y hasta aquellas playas de mar abierto llega ilusionada, desde España, una mujer que no cree que haya nada imposible.

Esta historia sobre naturaleza y comunicación que nos trae Gerardo Olivares, con ligeros retoques, es en realidad la materialización cinematográfica de Agustín Corazónabierto, una novela de Roberto Bubas (el Beto de nuestra película), que vivió y relató una experiencia personal muy semejante.

Todos los individuos tenemos, unos más que otros, problemas para interactuar, para compartir: por nacimiento, por traumas posteriores, por educaciones erróneas, por miedos y precauciones exageradas. No solo las criaturas con TEA (trastorno del espectro autista), necesitan estímulos para asociarse. La vida salvaje puede ser una buena alternativa para desbloquear sentimientos; pero el contacto con otros seres humanos, como en el caso del guardafauna, eternamente enfadado, también resulta curativo.

La musical presencia inevitable del mar, por la situación de la casa del biólogo, suaviza y hasta hace menores las encendidas tensiones entre los personajes protagonistas; y permite al espectador perder la vista más allá del horizonte.