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Voto de Tiggy:
8
6,2
5.970
Drama
Narra la historia de la preparación y del legendario enfrentamiento por el campeonato del mundo entre Bobby Fischer, campeón de ajedrez norteamericano, y el campeón soviético Boris Spassky. El duelo, que tuvo lugar en 1972, en plena Guerra Fría, fue mucho más que un conjunto de partidas para conquistar un campeonato; prueba de ello es que captó la atención televisada de todo el mundo. (FILMAFFINITY)
14 de febrero de 2021
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Atormentado, inestable, psicótico… pero, si hay un adjetivo que describa a Robert James Fischer, conocido popularmente como Bobby Fischer, es el de genio. Son numerosos los grandes maestros que han tocado el cielo del ajedrez; desde el brillante atacante Alexander Aliojin ‘Alekhine’ hasta el actual campeón del mundo Magnus Carlsen, pasando por el Mago de Riga Mijaíl Tal o el legendario Ogro de Bakú Garri Kaspárov pero, a diferencia de Bobby, ninguno consiguió cambios tan significativos dentro y fuera del mundo del ajedrez. Con El caso Fischer, Edward Zwick nos narra de primera mano la vida del genio, una vida sacrificada entre blancos y negros, entre damas y reyes, entre América y la Unión Soviética, cuando la Guerra Fría se desarrolló en un campo de batalla de 64 escaques.
Antes de la muy recomendada Gambito de dama (Allan Scott y Scott Frank, 2020), también estimulada por la sombra del genio de Brooklyn, Zwick trató de acercar el noble arte del ajedrez al público general con un resultado sorprendentemente inspirador. El director estadounidense extrae la fórmula de biopics musicales como The Doors (Oliver Stone, 1991) para, sin preterirse excesivamente de la realidad, convertir a uno de los mejores jugadores de la historia en toda una estrella del rock, siendo capaz de congregar a aficionados y no aficionados de este noble arte en el electrizante show del que pendió la suerte del mundo allá por 1972, en el imperdible duelo entre occidente y oriente, entre capitalismo y comunismo, entre América y la URSS, entre Bobby Fischer y Borís Spaski.
Para esto, Zwick mueve sus piezas con la precisión de un módulo de ajedrez. En la apertura ya queda claro por qué estilo de juego va a optar, planteando la política como el centro del tablero hacia el que mueve estratégicamente sus peones, siguiendo con sus piezas menores y, finalmente, con su rey, formando con cuidado el marco económico, informativo, militar, social y político que marcaron las décadas de los sesenta y setenta a través de la obsesión de un chico que quería ser el mejor del mundo. Es gracias a la personalidad de su protagonista con la que el director estructura toda la película de una manera sublime; en el planteamiento, la niñez y pubertad de Bobby, el ajedrez ocupa todo el eje temático, no teniendo cabida la política excepto por los peones; la madre de Bobby, Regina Fischer (Robin Weigert) y sus camaradas, y a través de los cuales se vislumbran las intenciones del director, la variante que escogerá para continuar la narración. En el nudo, ese centro se rompe de acuerdo a la evolución del protagonista; el ajedrez comienza a ceder su posición a la política al darse cuenta de que es más que un juego, acto en el cual saca a sus piezas menores, el abogado patriótico Paul Marshall (Michael Stuhlbarg) y el jugador y reverendo Padre Bill Lombardy (Peter Sarsgaard) que condicionan el medio juego para un final en el que los reyes, Fischer y Spaski, ensimismados en sus ideologías, se ven como los comandantes intelectuales de dos superpotencias en guerra.
Dejando de lado la documentación ajedrecística, que en ocasiones chirría, la recreación histórica, elevada por un dramatismo necesario para sus fines comerciales, es todo un lujo. Zwick saca el máximo rendimiento de las enfermedades mentales que padecía Fischer utilizándolas como recursos para elevar la tensión del argumento, tanto deportiva, como personal, como política. Los continuos planos detalle de objetos, apoyados en la edición de sonido, funcionan como sustancias adictivas dopantes de la adrenalina y nerviosismo con los que el director embriaga cada encuentro de Fischer con la realidad, y del que tanto provecho saca con su pareja de alfiles: Marshall y Lombardy. Estos dos personajes, a pesar de tener el mismo color, pertenecen a casillas opuestas. Zwick los utiliza para reflejar dos visiones del mundo real bajo la misma ideología; por una parte, Marshall, especulador de profesión, ve la victoria de Fischer, la victoria de América, con fines económicos y egoístas, rasgo antónimo al del Padre Lombardy, que ve el triunfo como el bien de la nación, el bien venciendo al mal. A esto el director da forma progresivamente con pequeños diálogos que hacen más evidente esa contraposición empleando la enfermedad de Fischer como mediadora entre las dos visiones del mundo, por ejemplo, cuando Marshall sugiere la ciencia como cura para su caballo ganador mientras que Lombardy desea que su oveja deba ser tratada por Dios.
Antes de la muy recomendada Gambito de dama (Allan Scott y Scott Frank, 2020), también estimulada por la sombra del genio de Brooklyn, Zwick trató de acercar el noble arte del ajedrez al público general con un resultado sorprendentemente inspirador. El director estadounidense extrae la fórmula de biopics musicales como The Doors (Oliver Stone, 1991) para, sin preterirse excesivamente de la realidad, convertir a uno de los mejores jugadores de la historia en toda una estrella del rock, siendo capaz de congregar a aficionados y no aficionados de este noble arte en el electrizante show del que pendió la suerte del mundo allá por 1972, en el imperdible duelo entre occidente y oriente, entre capitalismo y comunismo, entre América y la URSS, entre Bobby Fischer y Borís Spaski.
Para esto, Zwick mueve sus piezas con la precisión de un módulo de ajedrez. En la apertura ya queda claro por qué estilo de juego va a optar, planteando la política como el centro del tablero hacia el que mueve estratégicamente sus peones, siguiendo con sus piezas menores y, finalmente, con su rey, formando con cuidado el marco económico, informativo, militar, social y político que marcaron las décadas de los sesenta y setenta a través de la obsesión de un chico que quería ser el mejor del mundo. Es gracias a la personalidad de su protagonista con la que el director estructura toda la película de una manera sublime; en el planteamiento, la niñez y pubertad de Bobby, el ajedrez ocupa todo el eje temático, no teniendo cabida la política excepto por los peones; la madre de Bobby, Regina Fischer (Robin Weigert) y sus camaradas, y a través de los cuales se vislumbran las intenciones del director, la variante que escogerá para continuar la narración. En el nudo, ese centro se rompe de acuerdo a la evolución del protagonista; el ajedrez comienza a ceder su posición a la política al darse cuenta de que es más que un juego, acto en el cual saca a sus piezas menores, el abogado patriótico Paul Marshall (Michael Stuhlbarg) y el jugador y reverendo Padre Bill Lombardy (Peter Sarsgaard) que condicionan el medio juego para un final en el que los reyes, Fischer y Spaski, ensimismados en sus ideologías, se ven como los comandantes intelectuales de dos superpotencias en guerra.
Dejando de lado la documentación ajedrecística, que en ocasiones chirría, la recreación histórica, elevada por un dramatismo necesario para sus fines comerciales, es todo un lujo. Zwick saca el máximo rendimiento de las enfermedades mentales que padecía Fischer utilizándolas como recursos para elevar la tensión del argumento, tanto deportiva, como personal, como política. Los continuos planos detalle de objetos, apoyados en la edición de sonido, funcionan como sustancias adictivas dopantes de la adrenalina y nerviosismo con los que el director embriaga cada encuentro de Fischer con la realidad, y del que tanto provecho saca con su pareja de alfiles: Marshall y Lombardy. Estos dos personajes, a pesar de tener el mismo color, pertenecen a casillas opuestas. Zwick los utiliza para reflejar dos visiones del mundo real bajo la misma ideología; por una parte, Marshall, especulador de profesión, ve la victoria de Fischer, la victoria de América, con fines económicos y egoístas, rasgo antónimo al del Padre Lombardy, que ve el triunfo como el bien de la nación, el bien venciendo al mal. A esto el director da forma progresivamente con pequeños diálogos que hacen más evidente esa contraposición empleando la enfermedad de Fischer como mediadora entre las dos visiones del mundo, por ejemplo, cuando Marshall sugiere la ciencia como cura para su caballo ganador mientras que Lombardy desea que su oveja deba ser tratada por Dios.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Otro de los grandes personajes, a nivel cinematográfico e histórico, es la leyenda viva Borís Spaski. Heredero soviético de la ‘Boa Constrictora’ Tigrán Pretrosián, y artífice de una de las partidas más bellas jamás jugadas contra su compañero Fischer en el sexto juego del gran enfrentamiento que sucede en la película, es el personaje con el que Zwyck refleja la otra parte del conflicto. No posee verdadera profundización, pero es algo no le hace real falta al director para expresar su opinión. Ambos gladiadores, Bobby y Spaski, son los representantes directos de las dos naciones que juegan por el mundo. La obsesión de ambas potencias se traduce en la locura sobre la que el director construye a sus personajes, exhibiendo su posición antibelicista sobre los grandes conflictos armados que, a su juicio, están movidos por locos egocéntricos.
La fotografía de Steven Meizler es especialmente bonita, algo que entienden a la perfección ya que con un gran plano general abre casi directamente la película para mostrarnos la belleza de Reikiavik, paraíso donde se jugó el denominado ‘Match del siglo’. También, la música de James Newton Howard funciona como un reloj para ambientar el tiempo fílmico de desarrollo al son de los exquisitos Creedence Clearwater Revival o The Spencer Davis Group, utilizando el lenguaje del cine underground de los 70 a través de la intercalación de imágenes de sucesos mundiales a los que el protagonista es totalmente ajeno. Para finalizar, pienso que no había mejor elección para los papeles de Fischer y Spaski que Tobey Maguire y Liv Schreiber; el primero, con la fisionomía perfecta para emular a Fischer a lo que su interpretación acompaña; el segundo, con la elegancia y seriedad absoluta de ‘El Pushkin del Ajedrez’.
Edward Zwyck ha demostrado ser un experto en su juego, sabiendo dominar la partida salvo algunas imprecisiones, pero sorprendiendo por saber llevar tan bien sus piezas hacia un espectador general que, amante o no del arte del ajedrez y la guerra, encontrará en El caso Fischer una belleza próxima a la sexta partida del Bobby Fischer – Borís Spaski de 1972.
La fotografía de Steven Meizler es especialmente bonita, algo que entienden a la perfección ya que con un gran plano general abre casi directamente la película para mostrarnos la belleza de Reikiavik, paraíso donde se jugó el denominado ‘Match del siglo’. También, la música de James Newton Howard funciona como un reloj para ambientar el tiempo fílmico de desarrollo al son de los exquisitos Creedence Clearwater Revival o The Spencer Davis Group, utilizando el lenguaje del cine underground de los 70 a través de la intercalación de imágenes de sucesos mundiales a los que el protagonista es totalmente ajeno. Para finalizar, pienso que no había mejor elección para los papeles de Fischer y Spaski que Tobey Maguire y Liv Schreiber; el primero, con la fisionomía perfecta para emular a Fischer a lo que su interpretación acompaña; el segundo, con la elegancia y seriedad absoluta de ‘El Pushkin del Ajedrez’.
Edward Zwyck ha demostrado ser un experto en su juego, sabiendo dominar la partida salvo algunas imprecisiones, pero sorprendiendo por saber llevar tan bien sus piezas hacia un espectador general que, amante o no del arte del ajedrez y la guerra, encontrará en El caso Fischer una belleza próxima a la sexta partida del Bobby Fischer – Borís Spaski de 1972.