Divertidísimo gore patrio, anterior incluso al concepto mismo de “gore”.
Cabe, ante todo, subrayar el enorme mérito de una cinta estrenada en los estertores del franquismo, cuando la situación sociopolítica y, por ende, las tendencias cinematográficas apuntaban en nuestro país a objetivos bien diferentes ―destape por un lado, reivindicaciones de todo pelaje por el otro―, apostando así por una tercera vía que, aun en la actualidad y salvo excepciones, permanece casi inexplorada.
Con capital italiano y reparto internacional en el que sobresale el comisario fascistoide encarnado por un solvente Arthur Kennedy, el español Jorge Grau entrega un ejemplo admirable de cine de género. Destaca el enorme mimo con que fue rodada esta “No profanar el sueño de los muertos” ―si algo se hacía bien en los setenta, era poner títulos, qué delirio delicioso―. Ello la hace volar bastante por encima de similares subproductos coetáneos, e incluso recientes, lo cual resulta especialmente sangrante habida cuenta de los hallazgos técnicos ocurridos desde entonces.
El despliegue de casquería, inaudito en su día, goza hoy del encanto añadido de los efectos especiales analógicos, es decir, cuando éstos eran un arte y no el manojo de gélidas aplicaciones informáticas en que han acabado degradados. El festín de menudillos no oculta, por otra parte, el ecologismo subyacente a la denuncia de los excesos de la técnica que atraviesa la historia. Porque la tierra, como el mar, siempre devuelve el golpe. Con zombis o sin ellos. En fin, jarana con mensaje. Qué más quieren.