Dejamos a Jessie y Celine en la encrucijada del destino, en aquella estación vienesa de 1995.

Sin saber si aquellos personajes se volverían a reencontrar seis meses después. Ese fue el pacto. Seis meses. Esa la condición: ni teléfonos, ni cartas ni nada por el estilo. Nada que matara esa conexión especial de manera lenta y burda, (como casi siempre sucede en la vida real) todo a una sola carta: Seis meses para tocar el cielo de nuevo, para comprender el sentido de aquella fugaz pero intensa experiencia en Viena.

Aquel desenlace, actores y directores dejaron en el imaginario colectivo la pregunta ¿Se volverían a reencontrar? Todo dependía de si eras romántico o realista. Pero la duda siempre planeaba en el subconsciente de cada uno.

Año 2004, Richard Linklater, Ethan Hawke y Julie Delpy se embarcan de nuevo, esta vez en los atardeceres parisinos, enfrascándonos con dos personajes que no han cambiado en absoluto. Ambos siguen igual de compenetrados, frescos, vivos y naturales.

La puesta en escena es arrebatadora: toda la película es un único plano secuencia donde los protagonistas son las conversaciones, las palabras que comparten ambos personajes se fusionan con la belleza del Senna, las calles parisinas emanando luz y elegancia por doquier. Enarbolando un velo lúcido que da calidez al reencuentro.

Y nuevamente, cuando crees que segundas partes nunca fueron buenas, te das de bruces contra un planteamiento totalmente realista y a la vez mágico. El realismo mágico de dos personajes que irradian pasión sin tocarse si quiera, desenvuelven ideas, pensamientos contrapuestos pero plenamente complementarios. Como si de alguna manera, el roce de sus palabras fuera una forma de hacer el amor.

Algo que logra sobremanera Linklater es mostrar la forma en que el hombre percibe el amor y cómo lo hace la mujer: mientras Jessie se muestra totalmente entregado, solícito y entrañable: en una palabra: trasparente. Jessie todo lo contrario: dubitativa, combativa y apesadumbrada. Percibes la duda de Jessie al mirar a Celine, como ese estanque plateado repleto de hojas, cuyo fondo permanece debidamente escondido a las insulsas miradas de sus anteriores relaciones. Incapaces de zambullirse en ella, para descubrir una criatura absolutamente única.

Sólo hacia el tramo final se produce la explosión de emociones, (que no sexual) entre los dos personajes, a esas alturas ya nos hemos enamorado por completo de ellos dos: por un lado comprendes a Jessie, sus circunstancias y su trayectoria en la vida, totalmente bipolar pero siempre despierto y entusiasta. Y por otro lado Celine, la inocente, a veces neurótica pero preciosa chica cuya pasión resucita aun más madura.

Toda la película es un hermoso cuadro donde se escenifica la esencia del amor en su edad madura: a veces amamos porque el azor del tiempo obliga, te dejas llevar con la persona que has conocido por respeto a ese roce que despierta el cariño, un cariño que te humaniza, pero desdeña la pasión escondida pues no es el que tu mente dibuja. Y por otro lado, está el azar del destino, (aquí en su esencia más romántica) donde se conjuga la duda, el vértigo ante algo que es real y sólo sucede una vez en la vida: la magia de redescubrir el amor por primera vez. Y a la vez el riesgo de volver a perder el tren.

Aquello que merece la pena es lo que, a pesar del tiempo y las dificultades, permanece impasible hasta culminar lo que siempre debió ser.

"El tiempo es un tren... Que hace del futuro el pasado." Es lo que decía la canción, pues eh aquí una muestra de lo que depara a Jessie y Celine, o a cualquiera que quiera amar con el corazón.