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Voto de Fco Javier Rodríguez Barranco:
7
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Drama
En un pequeño pueblo de la Inglaterra de 1959, una joven mujer decide, en contra de la educada pero implacable oposición vecinal, abrir la primera librería que haya habido nunca en esa zona. (FILMAFFINITY)
14 de febrero de 2018
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Caramba, nada menos que erigir a los libros, en general, o una librería de pueblo, en particular, en protagonista de esta película de 2017 de Isabel Coixet, basada en la novela homónima de Penelope Fitzgerlad, publicada en 1978, porque no son los grandes amores o las grandes hazañas el sujeto narrativo del filme que nos ocupa, sino una tienda de libros o, por mejor decir, las personas que orbitan alrededor de ese establecimiento. Y es que, efectivamente, no son las vicisitudes para iniciar ese negocio lo que suscitan el interés de la directora catalana. Tampoco los sucesivos vaivenes del mercado con sus ganancias y sus, principalmente, pérdidas: ya sabemos todos cómo está el sector editorial, lo que no es nuevo, e incluso podríamos pensar si no ha sido así siempre.
La librería, en sí, por lo tanto, constituye una referencia (constante, eso sí, durante todo el filme, pero referencia) y gran parte de la acción tiene lugar fuera de ella, de la que en realidad se muestran muy pocos planos.
Lo que de verdad anima a Coixet a embarcarse en este proyecto es el análisis de las diferentes personalidades que se reúnen alrededor de esa librería: la propia librera, Florence, interpretada por Emily Mortimer; su infantil ayudante, a quien da vida Charlotte Vega; el aristócrata lector, papel que corre a cargo de Bill Nighy; la perversa hiperburguesa, jefa de facto del pueblo, cuyo rol se encargó a Patricia Clarkson; el periodista cínico, ejecutado por James Lance; y los restantes habitantes de esa minúscula localidad marítima, que van desde el pueblo llano, en su mayoría, hasta el engolado general, marido de Mrs. Gamart, la perversa hiperburguesa.
Cabe agradecer asimismo a La librería que se configure en una película de época, pero sin el oropel que suele acompañar a este tipo de producciones, que suelen reconstruir la vida en importantes salones, principales palacios o los grandes hechos históricos. Al primer grupo, el de los importantes salones, cabría adscribir El hilo invisible (2017), de Paul Thomas Anderson; al segundo, La reina Victoria (2009), de Jean-Marc Vellée, y al tercero, El discurso del rey (2010), de Tom Hooper, o la más reciente La decisión del rey (2016), de Erik Poppe. Mientras que en La librería se muestra el quehacer cotidiano de una pequeña comunidad costera en los meses inmediatamente posteriores a la publicación de Lolita, de Vladimir Nabokov, es decir, 1955. Un delicioso ejercicio de intrahistoria, en terminología unamunoniana, a la que la industria del cine nos tiene muy poco acostumbrados. Digamos que en La librería el objeto más preciado es una bandeja lacada de China.
Podríamos también abordar nuestro análisis desde la perspectiva del valor simbólico de los personajes, para lo que contamos con un grandísimo precedente: Novecento (1976), de Bernardo Bertolucci; lo que no me parece del todo desacertado. Así, Edmund Brundish, el aristócrata lector, que vive aislado en su casona con ribetes castellanos simbolizaría la aristocracia, como su propio nombre indica; Mrs. Gamart encarnaría la burguesía pujante que se afana por fagocitar el boato rancio mediante matrimonios de mucho ringorrango, como el suyo con el general; y Florence constituiría la alegoría del pueblo. Bajo esta óptica, escenas como la muerte en solitario de Brundish, tras una tensa reunión con Mrs. Gamart cobraría todo el sentido del fin de una época y su sustitución por otra en un mundo dominado por leguleyos y banqueros; y también se cargaría de significado la tardía atracción del aristócrata por la librera, algo así como si ante la evidencia del final presentido la nobleza advirtiera la belleza del pueblo.
Es ésa una posible interpretación de la cinta de Coixet, que dejo apuntada por si alguien con mayores conocimientos se siente tentado a desarrollarla.
Quiero ahora esbozar uno de mis temas más queridos, como es el de los diferentes planos de la realidad o las implicaciones mutuas de realidad y ficción, que tan magistralmente desarrolla, por ejemplo, Ernst Lubitsch en Ser o no ser (1942). Puesto que, vamos a ver, ¿qué tenemos en La librería? Que se basa en una novela. Bueno, bien, pero no puede decirse que eso precisamente una novedad en la historia del cine, que ha buscado en la narrativa una fuente inagotable de inspiración. También tenemos que consiste en una novela de ficción, lo que suele ser habitual en el género. Sin embargo, en esa ficción el narrador, narradora en realidad, no es el eje de la historia. Es que no se trata de una narración en primera persona, sino que la escritora ha elegido a un personaje secundario, concretamente a Kattie, es decir, la infantil ayudante de Florence, para que le sirva de foco desde el que iluminar la historia, y eso sí que empieza a resultarnos ya bastante inusual, pues Fitzgerald se convierte en una especie de autor-personaje, lo que da una doble dimensión a la obra, que alcanza la tercera cuando Coixet lo lleva al cine. De manera que autor-personaje-cine es el eje de esta película, que además trata sobre la actividad característica del escritor, es decir, su obra, por lo que son ya cuatro los niveles: autor-personaje-cine-libro. Pero para cerrar el círculo, en un momento dado, un cameo que dura apenas una fracción de segundo, en pantalla se muestra la novela de Penelope Fitzgerald en un expositor de libros. Por ello, lo real afecta a la ficción, y viceversa, y de este modo se sustenta la tesis principal de esta novela-película: los libros tienen vida.
La librería, en sí, por lo tanto, constituye una referencia (constante, eso sí, durante todo el filme, pero referencia) y gran parte de la acción tiene lugar fuera de ella, de la que en realidad se muestran muy pocos planos.
Lo que de verdad anima a Coixet a embarcarse en este proyecto es el análisis de las diferentes personalidades que se reúnen alrededor de esa librería: la propia librera, Florence, interpretada por Emily Mortimer; su infantil ayudante, a quien da vida Charlotte Vega; el aristócrata lector, papel que corre a cargo de Bill Nighy; la perversa hiperburguesa, jefa de facto del pueblo, cuyo rol se encargó a Patricia Clarkson; el periodista cínico, ejecutado por James Lance; y los restantes habitantes de esa minúscula localidad marítima, que van desde el pueblo llano, en su mayoría, hasta el engolado general, marido de Mrs. Gamart, la perversa hiperburguesa.
Cabe agradecer asimismo a La librería que se configure en una película de época, pero sin el oropel que suele acompañar a este tipo de producciones, que suelen reconstruir la vida en importantes salones, principales palacios o los grandes hechos históricos. Al primer grupo, el de los importantes salones, cabría adscribir El hilo invisible (2017), de Paul Thomas Anderson; al segundo, La reina Victoria (2009), de Jean-Marc Vellée, y al tercero, El discurso del rey (2010), de Tom Hooper, o la más reciente La decisión del rey (2016), de Erik Poppe. Mientras que en La librería se muestra el quehacer cotidiano de una pequeña comunidad costera en los meses inmediatamente posteriores a la publicación de Lolita, de Vladimir Nabokov, es decir, 1955. Un delicioso ejercicio de intrahistoria, en terminología unamunoniana, a la que la industria del cine nos tiene muy poco acostumbrados. Digamos que en La librería el objeto más preciado es una bandeja lacada de China.
Podríamos también abordar nuestro análisis desde la perspectiva del valor simbólico de los personajes, para lo que contamos con un grandísimo precedente: Novecento (1976), de Bernardo Bertolucci; lo que no me parece del todo desacertado. Así, Edmund Brundish, el aristócrata lector, que vive aislado en su casona con ribetes castellanos simbolizaría la aristocracia, como su propio nombre indica; Mrs. Gamart encarnaría la burguesía pujante que se afana por fagocitar el boato rancio mediante matrimonios de mucho ringorrango, como el suyo con el general; y Florence constituiría la alegoría del pueblo. Bajo esta óptica, escenas como la muerte en solitario de Brundish, tras una tensa reunión con Mrs. Gamart cobraría todo el sentido del fin de una época y su sustitución por otra en un mundo dominado por leguleyos y banqueros; y también se cargaría de significado la tardía atracción del aristócrata por la librera, algo así como si ante la evidencia del final presentido la nobleza advirtiera la belleza del pueblo.
Es ésa una posible interpretación de la cinta de Coixet, que dejo apuntada por si alguien con mayores conocimientos se siente tentado a desarrollarla.
Quiero ahora esbozar uno de mis temas más queridos, como es el de los diferentes planos de la realidad o las implicaciones mutuas de realidad y ficción, que tan magistralmente desarrolla, por ejemplo, Ernst Lubitsch en Ser o no ser (1942). Puesto que, vamos a ver, ¿qué tenemos en La librería? Que se basa en una novela. Bueno, bien, pero no puede decirse que eso precisamente una novedad en la historia del cine, que ha buscado en la narrativa una fuente inagotable de inspiración. También tenemos que consiste en una novela de ficción, lo que suele ser habitual en el género. Sin embargo, en esa ficción el narrador, narradora en realidad, no es el eje de la historia. Es que no se trata de una narración en primera persona, sino que la escritora ha elegido a un personaje secundario, concretamente a Kattie, es decir, la infantil ayudante de Florence, para que le sirva de foco desde el que iluminar la historia, y eso sí que empieza a resultarnos ya bastante inusual, pues Fitzgerald se convierte en una especie de autor-personaje, lo que da una doble dimensión a la obra, que alcanza la tercera cuando Coixet lo lleva al cine. De manera que autor-personaje-cine es el eje de esta película, que además trata sobre la actividad característica del escritor, es decir, su obra, por lo que son ya cuatro los niveles: autor-personaje-cine-libro. Pero para cerrar el círculo, en un momento dado, un cameo que dura apenas una fracción de segundo, en pantalla se muestra la novela de Penelope Fitzgerald en un expositor de libros. Por ello, lo real afecta a la ficción, y viceversa, y de este modo se sustenta la tesis principal de esta novela-película: los libros tienen vida.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Por fin, esta crónica quedaría incompleta si no aludiéramos a otra posible aproximación a La librería, que no puede resultarnos demasiado extraña a esta altura del comentario, puesto que si tan gran amor han demostrado a los libros Fitzgerald y Coixet, ¿puede sorprendernos que hayan escogido uno de los grandes géneros para su novela-película? Estoy refiriéndome a los cuentos de hadas, y muy en particular a Blancanieves. Veamos cómo: ya he mencionado la pulsión humana de los personajes, algo que no se puede poner en duda, así como la exquisita reconstrucción de la vida de una localidad remota cuando todavía los efectos de la Segunda Guerra Mundial están muy presentes, pero es aquí donde empieza ya la proyección hacia las regiones de la fantasía, pues ese lejano pueblo lleva por nombre «Hardborough», que es un topónimo que no he localizado en Wikipedia ni en los buscadores de Internet, salvo como referencias a la novela-película, de donde puede claramente deducirse que no es real. En la crónica de The New York Times sobre la narración se habla de un pueblo famoso por la rudeza de su gente y los fenómenos extraños, entre los que se hallan los duendes. Se trata además de un nombre cargado de intención dado que traducido al español significaría algo así como ‘vecindario duro’. Nos hallamos, por tanto, ante un escenario irreal y exigente, siendo así que irreales y exigentes también fueron las condiciones de vida de la protagonista del cuento de los hermanos Grimm.
Pero sobre todo, si examinamos con detenimiento los principales personajes que aparecen en La librería, no es difícil establecer ciertos paralelismos: Blancanieves, obviamente, sería Florence; el papel de Reina Malvada correspondería a Mrs. Gamart; los siete enanitos quedan reducidos a uno en la tierna y espinosa persona de Kattie, que tiene muchos hermanos, eso sí, en edades próximas y presumiblemente igual de bajitos; e incluso tenemos un esfuerzo de salvar a Blancanieves-Florence: Edmund Brundish, el aristócrata lector, ejercería la misma función que el cazador que llevó a la bruja un corazón de ciervo para hacerle creer que había asesinado a Blancanieves. Todo apunta a un final feliz, pero, ay, el príncipe no es tal príncipe, sino, Milo North, el periodista cínico, que debería haber rescatado a la joven con un beso de amor, pero actúa en sentido totalmente opuesto y lo que es peor aún: sin ninguna razón en especial (por cierto, ¿podemos inferir de ahí el flaco favor que el periodismo ha hecho a la literatura? Quizá).
Creo, por lo tanto, que dentro de un contexto interactivo entre la realidad y la ficción, Penelope Fitzgerald construyó un entramado en su novela donde algo tan cierto como la dureza de la vida en regiones remotas y climas extremos bajo la sombra de la Segunda Guerra Mundial se ofrece al lector-espectador siguiendo la estructura básica de uno de los cuentos infantiles más conocidos.
Hombre, perdices, perdices, lo que se dice perdices, hay que admitir que no comieron perdices, pero sí leyeron muchos libros con toda la dosis de felicidad que ello implica.
Pero sobre todo, si examinamos con detenimiento los principales personajes que aparecen en La librería, no es difícil establecer ciertos paralelismos: Blancanieves, obviamente, sería Florence; el papel de Reina Malvada correspondería a Mrs. Gamart; los siete enanitos quedan reducidos a uno en la tierna y espinosa persona de Kattie, que tiene muchos hermanos, eso sí, en edades próximas y presumiblemente igual de bajitos; e incluso tenemos un esfuerzo de salvar a Blancanieves-Florence: Edmund Brundish, el aristócrata lector, ejercería la misma función que el cazador que llevó a la bruja un corazón de ciervo para hacerle creer que había asesinado a Blancanieves. Todo apunta a un final feliz, pero, ay, el príncipe no es tal príncipe, sino, Milo North, el periodista cínico, que debería haber rescatado a la joven con un beso de amor, pero actúa en sentido totalmente opuesto y lo que es peor aún: sin ninguna razón en especial (por cierto, ¿podemos inferir de ahí el flaco favor que el periodismo ha hecho a la literatura? Quizá).
Creo, por lo tanto, que dentro de un contexto interactivo entre la realidad y la ficción, Penelope Fitzgerald construyó un entramado en su novela donde algo tan cierto como la dureza de la vida en regiones remotas y climas extremos bajo la sombra de la Segunda Guerra Mundial se ofrece al lector-espectador siguiendo la estructura básica de uno de los cuentos infantiles más conocidos.
Hombre, perdices, perdices, lo que se dice perdices, hay que admitir que no comieron perdices, pero sí leyeron muchos libros con toda la dosis de felicidad que ello implica.