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Voto de Jordirozsa:
6
3 de marzo de 2023
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con la ilusión del juego de una niña con sus muñecas, como nuestra pequeña protagonista Izzie (Abigail Mary) en «Dwelling» (2016), el entonces debutante Kyle Mecca se estrenó con una cinta independiente, sin demasiado presupuesto, con relativo talento, con su esencial y necesaria cuota de entusiasmo, para generar un producto en el que, buscando el equilibrio entre historia y efectismo, acaba por adoptar la cómoda posición de no apostar demasiado por el arriesgado experimento de la tan codiciada como mal interpretada y poco lograda «creatividad» (llamada también «innovación»), a la que aspiran tantos postulantes y postulantas a la fama y reconocimiento en el mundo de la realización cinematográfica.
Hay quien podrá interpretarlo como la inseguridad propia de un novato, pero Mecca va a tiro certero, y decide centrarse en un trayecto «de» y «con» fondo, prefiriendo la gradual y fiable cocción sin prisa pero sin pausa de la implicación del espectador, sin dar importancia al susto o al golpe de efecto, ya no sólo por la falta de guita con la que permitirse el lujo de fáciles y/o costosos artificios audiovisuales, sino porque le tira más el subir la creciente masa de la vivencia del estremecimiento, a base de paciencia y de ir removiendo el asunto con «mano de mortero»; a saber, algo más auténtico y artesanal, que le da frescura y una genuina peculiaridad a su confección novicia. Aunque los más truculentos traumas de infancia, las casas encantadas, los espíritus malignos y/o cabreados, disfrazados de inocentes canturreos infantiles, y los rituales con espejos sean platos de «menú de batalla», pero con su toque casero y hecho con el más primoroso cariño.
Una de las más valiosas virtudes que se puede alabar de Mecca en su primicia, sin que por ello se convierta automáticamente en merecedor de la «claqueta de oro», ni tan sólo del premio al mejor principiante revelación del año, es que, en el forro de un sosegado ritmo, como si se tratara de un buen papillote, deja guisar la trama en un gustoso y suculento combinado de ingredientes sencillos, dando marcha a un guion que no se embarranca en los detalles, aunque los cuida lo suficiente como para que tome cuerpo todo el entramado de significados que nuestro sistema perceptivo asociará a las ideas gráficas que el realizador irá planteándonos, usando una sucesión de remotos e inevitables guiños a otros clichés y tópicos del género.
En el decurso del simple arco argumental construido, Mecca nos coloca, dándole él mismo a la tecla, en la perspectiva de la protagonista: Ellie (Erin Marie Hogan), cuya presencia se revela en portento ante la cámara, no sólo en lo concerniente a su belleza material, sino también en una muy sobria y concienzuda interpretación que cautivará durante todo el decurso del metraje.
La actriz encarna a una traumatizada mujer que intenta reconstruir un borroso pasado, en cuyo contexto permanece difusa, confusa y causante de dolor, la desaparición en trágicas circunstancias de su madre. Ellie tiene una hermana, River (Devanny Pinn), quien, en un segundo plano, y en el rol de uno de los personajes de apoyo, desempeña una actuación más que decente (aunque sin el brillo de la primera), en una figura dramática más ensombrecida, ya no por su menor rango de protagonismo, sino también por ser más enigmática y cercana al filo de lo psicótico. Izzy (Abigail Mary), hija de River, estará bajo la custodia de su tía Ellie, y su papel de rango central, en ser uno de los principales focos sobre el que se centrarán, tanto la cámara de Mathew A. Nardone, como la pluma del propio Mecca. En la elaboración del «script», complicará la trama más de lo que se podría presuponer, ante la simplicidad del argumento.
Al lado de ellas, los roles masculinos del debutante Mu-Shaka Benson (en el papel de Gavin, el tío adoptivo «bueno y enrollado») y Bill Brown (el doctor que trata a ambas hermanas; una más cercana al plano de la neurosis, y por lo tanto, relativamente funcional, y la otra institucionalizada y claramente desquiciada). Ambos un contrafuerte y referencia de significado, de todo lo que representa lo racional, los límites de la realidad tangible, la sana voz de la conciencia… el «tocar de pies en el suelo», por decirlo de una forma más coloquial.
Los debuts actorales suelen ser inciertos, pero Benson demuestra (excepto en algunos puntos poco decidido, dubitativo y algo espantado ante la cámara), una solvencia y genuidad suficientes para dibujar una personalidad más que creíble.
La factura técnica nada tiene que envidiar a otras del género que han gozado del privilegio de mejor presupuesto, buenos talentos en el equipo de producción (lo cual no exime en muchos casos, de los destrozos que se ocasionan), y un público expectante hecho a golpe de tráiler y de anuncio en los cines. «Dwelling» es una pieza que pasó bastante desapercibida y poco valorada por los agentes de difusión y distribución.
Nardone crea una atmósfera adecuada, en los escasos escarceos en los ámbitos diurnos de exteriores, y en los más sombríos y abundantes paseos por el interior de la casa (supuestamente embrujada), a la que se muda el trío familiar (Ellie, Gavin e Izzie), en donde les esperan terribles encuentros con algo verdaderamente maligno. Tanto en las siempre acertadas tonalidades con las que se viste a la secuenciación de permanentes momentos climáticos (pocas áreas de descanso hay en la ruta de Mecca), siempre bajo una penumbrosa aura, como en la concatenación de encuadres fijos que enmarcan la mayoría de situaciones (pocos movimientos de cámara, y reservados a los puntos en los que se quiere anticipar un próximo máximo narrativo), la parte visual traduce muy bien a su semiótica lo que en diálogos sería, en sí misma, una vertiente comunicativa no muy expresiva.
La banda sonora de Steven Borowski se hace suya la constante dialéctica entre lo más vinculado al terror, y los momentos en los que la película toma sin remedio, aires de drama novelesco de sobremesa.
Hay quien podrá interpretarlo como la inseguridad propia de un novato, pero Mecca va a tiro certero, y decide centrarse en un trayecto «de» y «con» fondo, prefiriendo la gradual y fiable cocción sin prisa pero sin pausa de la implicación del espectador, sin dar importancia al susto o al golpe de efecto, ya no sólo por la falta de guita con la que permitirse el lujo de fáciles y/o costosos artificios audiovisuales, sino porque le tira más el subir la creciente masa de la vivencia del estremecimiento, a base de paciencia y de ir removiendo el asunto con «mano de mortero»; a saber, algo más auténtico y artesanal, que le da frescura y una genuina peculiaridad a su confección novicia. Aunque los más truculentos traumas de infancia, las casas encantadas, los espíritus malignos y/o cabreados, disfrazados de inocentes canturreos infantiles, y los rituales con espejos sean platos de «menú de batalla», pero con su toque casero y hecho con el más primoroso cariño.
Una de las más valiosas virtudes que se puede alabar de Mecca en su primicia, sin que por ello se convierta automáticamente en merecedor de la «claqueta de oro», ni tan sólo del premio al mejor principiante revelación del año, es que, en el forro de un sosegado ritmo, como si se tratara de un buen papillote, deja guisar la trama en un gustoso y suculento combinado de ingredientes sencillos, dando marcha a un guion que no se embarranca en los detalles, aunque los cuida lo suficiente como para que tome cuerpo todo el entramado de significados que nuestro sistema perceptivo asociará a las ideas gráficas que el realizador irá planteándonos, usando una sucesión de remotos e inevitables guiños a otros clichés y tópicos del género.
En el decurso del simple arco argumental construido, Mecca nos coloca, dándole él mismo a la tecla, en la perspectiva de la protagonista: Ellie (Erin Marie Hogan), cuya presencia se revela en portento ante la cámara, no sólo en lo concerniente a su belleza material, sino también en una muy sobria y concienzuda interpretación que cautivará durante todo el decurso del metraje.
La actriz encarna a una traumatizada mujer que intenta reconstruir un borroso pasado, en cuyo contexto permanece difusa, confusa y causante de dolor, la desaparición en trágicas circunstancias de su madre. Ellie tiene una hermana, River (Devanny Pinn), quien, en un segundo plano, y en el rol de uno de los personajes de apoyo, desempeña una actuación más que decente (aunque sin el brillo de la primera), en una figura dramática más ensombrecida, ya no por su menor rango de protagonismo, sino también por ser más enigmática y cercana al filo de lo psicótico. Izzy (Abigail Mary), hija de River, estará bajo la custodia de su tía Ellie, y su papel de rango central, en ser uno de los principales focos sobre el que se centrarán, tanto la cámara de Mathew A. Nardone, como la pluma del propio Mecca. En la elaboración del «script», complicará la trama más de lo que se podría presuponer, ante la simplicidad del argumento.
Al lado de ellas, los roles masculinos del debutante Mu-Shaka Benson (en el papel de Gavin, el tío adoptivo «bueno y enrollado») y Bill Brown (el doctor que trata a ambas hermanas; una más cercana al plano de la neurosis, y por lo tanto, relativamente funcional, y la otra institucionalizada y claramente desquiciada). Ambos un contrafuerte y referencia de significado, de todo lo que representa lo racional, los límites de la realidad tangible, la sana voz de la conciencia… el «tocar de pies en el suelo», por decirlo de una forma más coloquial.
Los debuts actorales suelen ser inciertos, pero Benson demuestra (excepto en algunos puntos poco decidido, dubitativo y algo espantado ante la cámara), una solvencia y genuidad suficientes para dibujar una personalidad más que creíble.
La factura técnica nada tiene que envidiar a otras del género que han gozado del privilegio de mejor presupuesto, buenos talentos en el equipo de producción (lo cual no exime en muchos casos, de los destrozos que se ocasionan), y un público expectante hecho a golpe de tráiler y de anuncio en los cines. «Dwelling» es una pieza que pasó bastante desapercibida y poco valorada por los agentes de difusión y distribución.
Nardone crea una atmósfera adecuada, en los escasos escarceos en los ámbitos diurnos de exteriores, y en los más sombríos y abundantes paseos por el interior de la casa (supuestamente embrujada), a la que se muda el trío familiar (Ellie, Gavin e Izzie), en donde les esperan terribles encuentros con algo verdaderamente maligno. Tanto en las siempre acertadas tonalidades con las que se viste a la secuenciación de permanentes momentos climáticos (pocas áreas de descanso hay en la ruta de Mecca), siempre bajo una penumbrosa aura, como en la concatenación de encuadres fijos que enmarcan la mayoría de situaciones (pocos movimientos de cámara, y reservados a los puntos en los que se quiere anticipar un próximo máximo narrativo), la parte visual traduce muy bien a su semiótica lo que en diálogos sería, en sí misma, una vertiente comunicativa no muy expresiva.
La banda sonora de Steven Borowski se hace suya la constante dialéctica entre lo más vinculado al terror, y los momentos en los que la película toma sin remedio, aires de drama novelesco de sobremesa.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Momentos que ven camuflado ese toque ñoño, gracias a la cuidada partitura y al trabajo del diseño de arte.
Apreciamos componentes de «planting» con los que se pretende parchear grietas y huecos que no se acaban de explicar o coser, completando el valor de la coherencia narrativa: el rosario que Ellie conserva de su madre; las muñecas que, haciendo de peculiares médiums en las fórmulas lúdicas en las que Izzie se enfrasca (incluso haciendo participar al paciente Gavin)…
El único factor activo en el proceso atencional del espectador es el antiguo, temible (y todo lo que tiene de eso, lo exhibe al tiempo de cochambroso) espejo. Pintado de negro, tendrá a Ellie en un estado de obsesión permanente en sus pesquisas, hasta hacerla negligir de sus deberes de cuidado hacia Izzie y la esforzada y sufridora pareja masculina; a los que tendrá cada vez más desatendidos.
Como centro de perspectiva para el público, desde el espacio extradiegético al diegético, el personaje de Ellie es el portal central entre la dimensión onírica y/o surrealista, que usa el código de las imágenes y los símbolos (los fantasmas, las apariciones, los sueños… ), y el principio de realidad que representan el Dr. Thorn y Gavin: tanto en sí mismos como personajes, como en la relación que Ellie mantiene con ellos, en sus estados de lucidez o «vigília» de la consciencia.
También son ventanas a la faceta de los espectros, la pequeña Izzie y la desquiciada River, ésta con sus accesos de «locura». Así como la algo desapercibida agente inmobiliaria Marcy (Alexandra Merritt Mathews), que introduce en la casa a los recién llegados a su nueva morada, y que la vemos con guisa de querer permanecer tras un cómodo burladero, después de endosarles la guarida de un perverso secreto.
Es asombroso como Mecca plasma gráficamente la urdimbre relacional entre figuras dramáticas principales, en el montaje ritual del pentáculo trazado sobre el suelo, rodeado de un juego de espejos (en el centro, el ovalado al que Ellie ha despojado de su capa de pintura negra), dentro de la especie de closet o buhardilla que la protagonista descubre tras un falso tabique, camuflado por un armario. En esta especie de zulo, se supone que se habían realizado demoníacas prácticas ocultistas por parte del antiguo propietario de la casa. De él descubren que había sido el responsable de la desaparición de varios menores, usados como víctimas de tales macabras ceremonias. De manera simbólica, Ellie usa esa misma tramoya para enfrentarse a sus miedos, conectar y despachar con ese pasado cuyos terribles hechos usa la malvada presencia que ahí permanece para engañar a la decidida y temeraria heroína, en lo que representará a todas una alegoría de la superación (para sí misma y para los seres queridos que dependen de su afecto) del arduo proceso de duelo que habría supuesto ser testigo del horrible deceso de su progenitora.
Por si pudiera ser un apuro el cierre del clímax del enajenante ceremonial que teatraliza Ellie, la mejor forma que se le ocurre a Mecca para representar la remisión liberadora de sus fantasmas, es hacerle emprenderla a martillazos con los espejos. También echar de nuevo un cubo de tinte negro al réprobo espejo. El que, durante toda la historia, no habría hecho más que caracterizar a su propio velado, reprimido y afligido inconsciente.
El sabor de final feliz, después de que Ellie «da sepultura» en el terreno de la casa (otro interesante simbolismo), a los restos de los espejos rotos, y acto seguido visita la tumba de su fenecida madre, donde halla un pedazo del desaparecido rosario, sólo se desbarata cuando, en una subasta de objetos de la casa, al lado del árbol donde «reposan» los despojos enterrados, una curiosa niña se acerca al pintado de negro, asomando el ojo por una rendija no cubierta por el pigmento, como si escudriñara por una cerradura el pernicioso «más allá»… quizás insinuando secuela, o simplemente para dejarnos claro que el Mal jamás descansa.
Apreciamos componentes de «planting» con los que se pretende parchear grietas y huecos que no se acaban de explicar o coser, completando el valor de la coherencia narrativa: el rosario que Ellie conserva de su madre; las muñecas que, haciendo de peculiares médiums en las fórmulas lúdicas en las que Izzie se enfrasca (incluso haciendo participar al paciente Gavin)…
El único factor activo en el proceso atencional del espectador es el antiguo, temible (y todo lo que tiene de eso, lo exhibe al tiempo de cochambroso) espejo. Pintado de negro, tendrá a Ellie en un estado de obsesión permanente en sus pesquisas, hasta hacerla negligir de sus deberes de cuidado hacia Izzie y la esforzada y sufridora pareja masculina; a los que tendrá cada vez más desatendidos.
Como centro de perspectiva para el público, desde el espacio extradiegético al diegético, el personaje de Ellie es el portal central entre la dimensión onírica y/o surrealista, que usa el código de las imágenes y los símbolos (los fantasmas, las apariciones, los sueños… ), y el principio de realidad que representan el Dr. Thorn y Gavin: tanto en sí mismos como personajes, como en la relación que Ellie mantiene con ellos, en sus estados de lucidez o «vigília» de la consciencia.
También son ventanas a la faceta de los espectros, la pequeña Izzie y la desquiciada River, ésta con sus accesos de «locura». Así como la algo desapercibida agente inmobiliaria Marcy (Alexandra Merritt Mathews), que introduce en la casa a los recién llegados a su nueva morada, y que la vemos con guisa de querer permanecer tras un cómodo burladero, después de endosarles la guarida de un perverso secreto.
Es asombroso como Mecca plasma gráficamente la urdimbre relacional entre figuras dramáticas principales, en el montaje ritual del pentáculo trazado sobre el suelo, rodeado de un juego de espejos (en el centro, el ovalado al que Ellie ha despojado de su capa de pintura negra), dentro de la especie de closet o buhardilla que la protagonista descubre tras un falso tabique, camuflado por un armario. En esta especie de zulo, se supone que se habían realizado demoníacas prácticas ocultistas por parte del antiguo propietario de la casa. De él descubren que había sido el responsable de la desaparición de varios menores, usados como víctimas de tales macabras ceremonias. De manera simbólica, Ellie usa esa misma tramoya para enfrentarse a sus miedos, conectar y despachar con ese pasado cuyos terribles hechos usa la malvada presencia que ahí permanece para engañar a la decidida y temeraria heroína, en lo que representará a todas una alegoría de la superación (para sí misma y para los seres queridos que dependen de su afecto) del arduo proceso de duelo que habría supuesto ser testigo del horrible deceso de su progenitora.
Por si pudiera ser un apuro el cierre del clímax del enajenante ceremonial que teatraliza Ellie, la mejor forma que se le ocurre a Mecca para representar la remisión liberadora de sus fantasmas, es hacerle emprenderla a martillazos con los espejos. También echar de nuevo un cubo de tinte negro al réprobo espejo. El que, durante toda la historia, no habría hecho más que caracterizar a su propio velado, reprimido y afligido inconsciente.
El sabor de final feliz, después de que Ellie «da sepultura» en el terreno de la casa (otro interesante simbolismo), a los restos de los espejos rotos, y acto seguido visita la tumba de su fenecida madre, donde halla un pedazo del desaparecido rosario, sólo se desbarata cuando, en una subasta de objetos de la casa, al lado del árbol donde «reposan» los despojos enterrados, una curiosa niña se acerca al pintado de negro, asomando el ojo por una rendija no cubierta por el pigmento, como si escudriñara por una cerradura el pernicioso «más allá»… quizás insinuando secuela, o simplemente para dejarnos claro que el Mal jamás descansa.