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Voto de Jordirozsa:
7
2020
Carlos Montero (Creador), Carlos Montero ...
6,0
11.574
Serie de TV. Intriga. Thriller. Drama
Serie de TV (2020). 8 episodios. Con la intención de darle una oportunidad a su matrimonio, Raquel (Inma Cuesta), una joven profesora de literatura, acepta un trabajo en el instituto del pueblo donde creció su marido. "Y tú, ¿cuánto vas a tardar en morir?” Así de contundente es la nota que Raquel encuentra entre los trabajos a corregir el primer día de trabajo. Su ilusión por impartir clases se dará de bruces con unos alumnos que la ... [+]
3 de diciembre de 2022
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Entrados en la década de los 20, y gracias a plataformas digitales como Netflix (principalmente ésta), estamos asistiendo a una proliferación de relatos de misterio, intriga, crimen…, en los que realizadores patrios ya llevan más tiempo de trillaje del que podamos imaginar. Bastante antes de que se consolidara la oferta de visionados por encargo en interné, en nuestras principales cadenas de televisión, públicas y privadas, ya fuimos obsequiados con productos interesantes de marca hispánica, después de que casi cincuenta décadas atrás, en sus programaciones había sólo producto de calidad extranjero, sobre todo proveniente de los USA.
Ello no significa que nuestros idearcas para la pequeña pantalla no estuvieran en la labor de crear producto propio, pero pasó un tiempo hasta que las series televisivas de kilómetro cero, inicialmente con su lastre rudimentario, llegaron a ser tan o más «popus» que las que nos llegaban de otros páramos. Hasta hubo una época en la que les salía más barato, a los canales, importar de la otra ribera del charco Atlántico (léase latinoamérica), las «soap óperas» que sustituyeron a las míticas «Dallas» (1979-1991), «Falcon Crest» (1982-1990), «Dinastía» (1981-1991)…
Lo autóctono acabó por hacerse lugar, tanto en las franjas horarias catódicas como entre los sectores de audiencia, hasta que las redes han popularizado infinidad de propuestas, no sólo para consumo interior, sino también en el mercado internacional.
«El Desorden que Dejas» (2020), una miniserie de ocho capítulos, es un ejemplo de esta nueva generación audiovisual de marca hispana, que ya comprende un considerable abanico de tópicos y géneros, elaborados con unos estándares, en algunos casos más que aceptable. Carlos Montero («Élite», 2018; «Física o Química», 2008) forma parte con su bagaje de esta más reciente etapa evolutiva del mundo de las franquicias españolas, de las que en no pocas ya podemos apreciar una considerable solera o caché.
Ignoro si cuando el director gallego escribió su novela homónima, cuya diégesis se ubica en su tierra natal, pensaba ya en exportarla a la pantalla. Análogamente a lo que ocurre en música cuando un compositor reduce sus propias obras sinfónicas a piano, u orquesta sus piezas de piano, no deja de ser una garantía de que el propio escritor de un libro sea en un futuro, al tiempo, el coguionista y codirector de la adaptación de la propia obra (igualmente desconozco si existe algún precedente de ello). El caso es que él sólo decide que se le atribuya todo riesgo y resultado, lo cual no deja de implicar cierto mérito artístico.
La factura técnica alcanza resultados desiguales en lo sdiferentes apartados. De un lado, la fotografía de Isaac Vila y David Valldepérez es de una excelente calidad, y el lenguaje visual se acopla en buena harmonía al desarrollo del guion. Estéticamente, cabe destacar la belleza con la que se retratan algunos paisajes y localizaciones de Galicia, haciendo vibrar el sustrato sociocultural de esta hermosa región, bajo los entresijos de la trama.
La casa de Raquel; el restaurante de la família de su marido; la casa de Viruca; el instituto, que en su trasfondo parecemos evocar la estampa de un antiguo monasterio: con el claustro como centro de las relaciones sociales entre sus miembros, y las diferentes dependencias en las que se desenvuelve la actividad de los que lo habitan en su quehacer estudiantil o laboral; la casa de Iago y su padre, como la «boca del Mal» disfrazada de lujoso chalé; la casa de Mauro; las calles del pueblo donde se ubica la historia; el bar como primer interior de la localidad donde recién llega Raquel y tiene su primer contacto con los del pueblo, que transmite por igual inquietud como sensación de calidez y acogimiento. Éste sobre todo infundido por la dueña del negocio, que desempeña el papel de una especie de «delegada de acogida», y posteriormente tendrá en la resolución un inesperado y significativo rol… Todas las ubicaciones parecen perfectamente definidas, con su respectivo diseño, tanto material como visual, con su función propia, relacionadas en un entramado por el que fluye el devenir del argumento, y que tienen su parte en la comunicación de la dinámica expresiva de cada escena.
Así como la ambientación y el «set» están primorosamente elaborados para contribuir al efecto buscado en dar tensión en el transcurso del «script», la banda sonora del metraje es lo menos logrado: la retahíla de cancioncillas a lo «pop light» resulta de lo más chirriante y repelente. En esto, el equipo artístico y de producción, aparte de poca culturilla, demuestran escaso atino y nulo criterio en la creación de la atmósfera diegética a través del efecto de una potente partitura original. No tengo nada contra los gustos por ese estilo «pijo neo progre» que está actualmente en boga y que viste mucho de «moderno», pero si querían tirar de algo que imprimiera sello con denominación de origen en el caso de no querer gastarse los duros en un compositor de pies a cabeza, existen obras de calidad, como la Sinfonía «En las Montañas de Galicia», de Andrés Gaos; «Alborada Gallega», de Pascual Veiga; «Dolora Sinfónica», de Gregorio Baudot; o «Negra Sombra», que en el plano extradiegético habrían dado más fuerza dramática que la ñoña tabarra de Xoel López en la «intro» de los capítulos, o los insulsos y convencionales temas de Lucio Godoy y Ricardo Curto.
Lo mejor de la cinta es el reparto y el esforzado trabajo de unos actores que, pasando de las bobadas que se puedan decir sobre el acento galaico, lo ponen todo de sí mismos en el asador para dar vida a la tragedia de las protagonistas: Raquel (Inma Cuesta) y Viruca (Bárbara Lennie, a quien recién hemos podido disfrutar en todo su esplendor en «Los Renglones Torcidos de Dios», de 2022).
Comparto la idea de que a veces, si no fuera por los subtítulos, se pierde parte de la dicción, cosa imperdonable de nuestros profesionales del cine, cuya formación tiene profundo arraigo en el teatro:
Ello no significa que nuestros idearcas para la pequeña pantalla no estuvieran en la labor de crear producto propio, pero pasó un tiempo hasta que las series televisivas de kilómetro cero, inicialmente con su lastre rudimentario, llegaron a ser tan o más «popus» que las que nos llegaban de otros páramos. Hasta hubo una época en la que les salía más barato, a los canales, importar de la otra ribera del charco Atlántico (léase latinoamérica), las «soap óperas» que sustituyeron a las míticas «Dallas» (1979-1991), «Falcon Crest» (1982-1990), «Dinastía» (1981-1991)…
Lo autóctono acabó por hacerse lugar, tanto en las franjas horarias catódicas como entre los sectores de audiencia, hasta que las redes han popularizado infinidad de propuestas, no sólo para consumo interior, sino también en el mercado internacional.
«El Desorden que Dejas» (2020), una miniserie de ocho capítulos, es un ejemplo de esta nueva generación audiovisual de marca hispana, que ya comprende un considerable abanico de tópicos y géneros, elaborados con unos estándares, en algunos casos más que aceptable. Carlos Montero («Élite», 2018; «Física o Química», 2008) forma parte con su bagaje de esta más reciente etapa evolutiva del mundo de las franquicias españolas, de las que en no pocas ya podemos apreciar una considerable solera o caché.
Ignoro si cuando el director gallego escribió su novela homónima, cuya diégesis se ubica en su tierra natal, pensaba ya en exportarla a la pantalla. Análogamente a lo que ocurre en música cuando un compositor reduce sus propias obras sinfónicas a piano, u orquesta sus piezas de piano, no deja de ser una garantía de que el propio escritor de un libro sea en un futuro, al tiempo, el coguionista y codirector de la adaptación de la propia obra (igualmente desconozco si existe algún precedente de ello). El caso es que él sólo decide que se le atribuya todo riesgo y resultado, lo cual no deja de implicar cierto mérito artístico.
La factura técnica alcanza resultados desiguales en lo sdiferentes apartados. De un lado, la fotografía de Isaac Vila y David Valldepérez es de una excelente calidad, y el lenguaje visual se acopla en buena harmonía al desarrollo del guion. Estéticamente, cabe destacar la belleza con la que se retratan algunos paisajes y localizaciones de Galicia, haciendo vibrar el sustrato sociocultural de esta hermosa región, bajo los entresijos de la trama.
La casa de Raquel; el restaurante de la família de su marido; la casa de Viruca; el instituto, que en su trasfondo parecemos evocar la estampa de un antiguo monasterio: con el claustro como centro de las relaciones sociales entre sus miembros, y las diferentes dependencias en las que se desenvuelve la actividad de los que lo habitan en su quehacer estudiantil o laboral; la casa de Iago y su padre, como la «boca del Mal» disfrazada de lujoso chalé; la casa de Mauro; las calles del pueblo donde se ubica la historia; el bar como primer interior de la localidad donde recién llega Raquel y tiene su primer contacto con los del pueblo, que transmite por igual inquietud como sensación de calidez y acogimiento. Éste sobre todo infundido por la dueña del negocio, que desempeña el papel de una especie de «delegada de acogida», y posteriormente tendrá en la resolución un inesperado y significativo rol… Todas las ubicaciones parecen perfectamente definidas, con su respectivo diseño, tanto material como visual, con su función propia, relacionadas en un entramado por el que fluye el devenir del argumento, y que tienen su parte en la comunicación de la dinámica expresiva de cada escena.
Así como la ambientación y el «set» están primorosamente elaborados para contribuir al efecto buscado en dar tensión en el transcurso del «script», la banda sonora del metraje es lo menos logrado: la retahíla de cancioncillas a lo «pop light» resulta de lo más chirriante y repelente. En esto, el equipo artístico y de producción, aparte de poca culturilla, demuestran escaso atino y nulo criterio en la creación de la atmósfera diegética a través del efecto de una potente partitura original. No tengo nada contra los gustos por ese estilo «pijo neo progre» que está actualmente en boga y que viste mucho de «moderno», pero si querían tirar de algo que imprimiera sello con denominación de origen en el caso de no querer gastarse los duros en un compositor de pies a cabeza, existen obras de calidad, como la Sinfonía «En las Montañas de Galicia», de Andrés Gaos; «Alborada Gallega», de Pascual Veiga; «Dolora Sinfónica», de Gregorio Baudot; o «Negra Sombra», que en el plano extradiegético habrían dado más fuerza dramática que la ñoña tabarra de Xoel López en la «intro» de los capítulos, o los insulsos y convencionales temas de Lucio Godoy y Ricardo Curto.
Lo mejor de la cinta es el reparto y el esforzado trabajo de unos actores que, pasando de las bobadas que se puedan decir sobre el acento galaico, lo ponen todo de sí mismos en el asador para dar vida a la tragedia de las protagonistas: Raquel (Inma Cuesta) y Viruca (Bárbara Lennie, a quien recién hemos podido disfrutar en todo su esplendor en «Los Renglones Torcidos de Dios», de 2022).
Comparto la idea de que a veces, si no fuera por los subtítulos, se pierde parte de la dicción, cosa imperdonable de nuestros profesionales del cine, cuya formación tiene profundo arraigo en el teatro:
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
los de sonido, por la parte que les toca, que se lo hagan mirar. Y el profundo hastío hacia los de «cásting», que parecen no distinguir entre un estudiante de bachillerato y uno de final de carrera, máster o doctorado, en lo que a edades se refiere.
Cada uno de los personajes, tanto los principales como los de apoyo, encajan perfectamente en sus perfiles y en la representación que hacen de ellos los artistas (salvo en determinados puntos oscuros, más achacables al guion que a su labor interpretativa), en un abanico que va de lo gris y ambiguo en sus personalidades, a lo más retorcido y perverso. La cadena de relaciones que existe entre ellos está bastante bien construida, en complejidad y en eficiencia, en lo que a la urdimbre respecta.
En un largometraje convencional de apenas dos horas, Montero no habría dispuesto del tiempo suficiente para ir desgranando de forma lo suficientemente dosificada el carácter de cada rol, para que el espectador pudiera entender, de todos, sus motivaciones, actos, razones de ser…
Una original apuesta es el tándem Viruca-Raquel. Ambas forman un todo, como si de una sola figura dramática se tratara, pero disociada en dos realidades; una, imagen especular de la otra, cuyos respectivos sinos emanan de manera paralela (de eso se encarga un tan osado como efectivo montaje con recurrentes «flashbacks»), una en la vivencia del presente, otra en los traumas, miedos y tinieblas de un cruel y descarnado pasado, que regresa al aquí y ahora para fundirse con él y devorarlo.
Al lado de ellas está el atormentado adolescente Iago (potentíssimo Aaron Piper) que, de similar modo, constituye también un esquema relacional socioafectivo tóxico con Roy (¿son compañeros, amigos, amantes… un poco de todo?). Con los dos, hace terceto la introducida, con calzador, compañera de clase, Nerea (Isabel Garrido), que funciona al tiempo como catalizador de la acción, y como florero ornamental en el esquema de vínculos.
El núcleo de la tensión dramática lo determina la tormentosa relación que Iago mantiene, primero con la desaparecida Viruca, y luego con Raquel. La activación sexual que despierta en el muchacho hacia ambas, está cargada de un profundo simbolismo edípico, que vemos reflejado también en una figura paterna castradora, que no sólo se interpone entre él y sus objetos de satisfacción sexual sino que, como descubriremos al final, en el desvelo del embrollo de los turbios asuntos de Tomás (Alfonso Agra), lo somete y utiliza como parte de la «mercancía» de su red de prostitución de chicos menores.
La escena en la que Iago, desesperado, desnudo ante el cuadro de uno de sus dos más ansiados blancos femeninos de proyección libidinosa (una clara exportación de la figura materna de la que fue privado), procede a regalarnos la magnífica escena de su masturbación, una de las mejores de la serie (¿homenaje al cuadro de Dalí con título de lo que hace el chaval?), es un magistral ejercicio en el que se representa la fusión de sublimación y «acting out» (¿fantasía de violación?) de pasiones terriblemente ahogadas, que se resisten a terminar como la malograda Viruca.
Tanto es así, el grado de focalización sobre el eje amoroso «alumno adolescente-profesora madura», que el nivel de profundidad que requería la subtrama del «bando de los villanos» queda algo desdibujado, y a un nivel narrativo funcional mínimo.
Tópicos cansinos e irritantes del «mainstream», introducidos por imperativo publicitario del adoctrinamiento e imposición de las actuales tendencias de instrumentalización política, es lo que le quita más enteros a una serie con acabados un tanto deshilachados (¿cuál es el sentido de que Mauro se cargue al chucho de Raquel?; o ¿cuál es el sentido o significado de la absurda reacción final de Iago de estamparse con el coche, en vez de ir a pedir ayuda a la Benemérita?) que delatan el exceso de apresuramiento, idas de pinza del libreto y desorden con el que se termina de engendrar tan prometedora como imperfecta obra.
Cada uno de los personajes, tanto los principales como los de apoyo, encajan perfectamente en sus perfiles y en la representación que hacen de ellos los artistas (salvo en determinados puntos oscuros, más achacables al guion que a su labor interpretativa), en un abanico que va de lo gris y ambiguo en sus personalidades, a lo más retorcido y perverso. La cadena de relaciones que existe entre ellos está bastante bien construida, en complejidad y en eficiencia, en lo que a la urdimbre respecta.
En un largometraje convencional de apenas dos horas, Montero no habría dispuesto del tiempo suficiente para ir desgranando de forma lo suficientemente dosificada el carácter de cada rol, para que el espectador pudiera entender, de todos, sus motivaciones, actos, razones de ser…
Una original apuesta es el tándem Viruca-Raquel. Ambas forman un todo, como si de una sola figura dramática se tratara, pero disociada en dos realidades; una, imagen especular de la otra, cuyos respectivos sinos emanan de manera paralela (de eso se encarga un tan osado como efectivo montaje con recurrentes «flashbacks»), una en la vivencia del presente, otra en los traumas, miedos y tinieblas de un cruel y descarnado pasado, que regresa al aquí y ahora para fundirse con él y devorarlo.
Al lado de ellas está el atormentado adolescente Iago (potentíssimo Aaron Piper) que, de similar modo, constituye también un esquema relacional socioafectivo tóxico con Roy (¿son compañeros, amigos, amantes… un poco de todo?). Con los dos, hace terceto la introducida, con calzador, compañera de clase, Nerea (Isabel Garrido), que funciona al tiempo como catalizador de la acción, y como florero ornamental en el esquema de vínculos.
El núcleo de la tensión dramática lo determina la tormentosa relación que Iago mantiene, primero con la desaparecida Viruca, y luego con Raquel. La activación sexual que despierta en el muchacho hacia ambas, está cargada de un profundo simbolismo edípico, que vemos reflejado también en una figura paterna castradora, que no sólo se interpone entre él y sus objetos de satisfacción sexual sino que, como descubriremos al final, en el desvelo del embrollo de los turbios asuntos de Tomás (Alfonso Agra), lo somete y utiliza como parte de la «mercancía» de su red de prostitución de chicos menores.
La escena en la que Iago, desesperado, desnudo ante el cuadro de uno de sus dos más ansiados blancos femeninos de proyección libidinosa (una clara exportación de la figura materna de la que fue privado), procede a regalarnos la magnífica escena de su masturbación, una de las mejores de la serie (¿homenaje al cuadro de Dalí con título de lo que hace el chaval?), es un magistral ejercicio en el que se representa la fusión de sublimación y «acting out» (¿fantasía de violación?) de pasiones terriblemente ahogadas, que se resisten a terminar como la malograda Viruca.
Tanto es así, el grado de focalización sobre el eje amoroso «alumno adolescente-profesora madura», que el nivel de profundidad que requería la subtrama del «bando de los villanos» queda algo desdibujado, y a un nivel narrativo funcional mínimo.
Tópicos cansinos e irritantes del «mainstream», introducidos por imperativo publicitario del adoctrinamiento e imposición de las actuales tendencias de instrumentalización política, es lo que le quita más enteros a una serie con acabados un tanto deshilachados (¿cuál es el sentido de que Mauro se cargue al chucho de Raquel?; o ¿cuál es el sentido o significado de la absurda reacción final de Iago de estamparse con el coche, en vez de ir a pedir ayuda a la Benemérita?) que delatan el exceso de apresuramiento, idas de pinza del libreto y desorden con el que se termina de engendrar tan prometedora como imperfecta obra.