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Voto de Jordirozsa:
7
17 de septiembre de 2021
17 de 24 usuarios han encontrado esta crítica útil
Iba con ganas de entrar al japo para hacerme una cena. Acordándome que era el día del espectador, me planté delante del cine para echar un vistazo a la cartelera. Vi el de “Expediente Warren: obligado por el demonio”, y me eché una entrada. Despaché mi ágape vespertino, sabiendo que si me quedaba con hambre no sería precisamente de comer, sinó por ver esta tercera entrega de “The Conjuring” que sigue la línea de 2013, y continuó en 2016 con “El Caso Enfield”, con Ed y Lorraine Warren como personajes principales.
Crítica y público tienden a adoptar una actitud demasiado fetichista en relación a lo que se pueda esperar de una cinta, teniendo en cuenta quién está al cargo; en el caso de “Obligado por el Demonio”, independientemente de su discutible resultado, el que Wan se bajara del puente para ponerse a un lado en producción, y fuese el novel Michael Chaves, quién se estrenó precisamente en “The Curse of la Llorona” (2019), ya puede haber causado un cierto efecto de animadversión. Lo cual no tiene porque tener fundamento; independientemente de las cualidades propias y de la pericia profesional en conducir un guion, muchas veces son los “de arriba”, los productores, los que meten mano, y no en pocos casos, los que tienen la última palabra en asuntos de índole técnica y artística. Precisamente esta podría ser una de las razones por las que Wan declinara, por no poder tener carta blanca en su trabajo.
Chaves no acaba de convencer. No faltan evidencias de que todavía está verde, y para mi gusto la labor le viene un poco grande.
Michael Burgess (fotografía), logra construir una adecuada atmósfera en la recreación de los escenarios a los que nos lleva una compleja trama narrativa.
El montaje permite que el discurso de la cámara nos vaya manteniendo frente a la primera persona de la pareja protagonista, como conductores de todo el hilo argumental, sin que el espectador pueda perderse en las vías secundarias.
No hay un abuso de efectos especiales, pero acercan más el cariz a un género fantástico, con toques socarrones que resultan harto impertinentes en determinados momentos (lo cual constatan los diálogos), rompiendo la atmósfera de terror.
Joseph Bishara se está convirtiendo en un referente de las bandas sonoras del cine de terror en lo que va de este s.XXI, principalmente por su participación en otras producciones de la saga “Warren”, y en otras de afín índole, como las de la franquícia de “Insidious” (2010 – 2018), o la más reciente “Malignant” (2021). Uno de los denominadores bastante comunes en todas ellas, es la dirección de James Wan. Nombre, pues, que encontraremos comúnmente asociado a este compositor de cariz vanguardista.
Por encima de un estilo tonal, más o menos disonante, e incluso del serialismo dodecafónico, Bishara juega en extremo con los efectos sonoros que resultan de combinar en la partitura los instrumentos de la orquesta, con instrumentos electrónicos.
Con los motivos que emplea (especialmente característicos en el uso de los metales y de la percusión), pretende acercar al máximo la función descriptiva de los mismos con la vivencia de lo que está sucediendo en escena. Uno de los motivos más característicos (no desarrolla temas musicales melódicamente elaborados) y recurrentes, es el que trombones y tubas (a veces sobre el fondo, o precedido de un ostinato disonante de las cuerdas) mayoritariamente protagonizan como elemento descriptivo de la presencia del demonio; a modo de “leitmotiv”. En los momentos en que se transmite algo de paz y sosiego, principalmente aquellos que evocan el amor de juventud de Ed y Lorraine, escribe una sencilla sucesión tonal harmónica, típica de las músicas ambientales para las sesiones de meditación o mindfulness, más que potenciadora del carácter idílico de lo que tendría que transmitir, y las más veces, siempre derivando o transportando a otra atmósfera completamente distinta: lúgubre y turbadora, para reconducir de nuevo a la audiencia al siniestro clima del que no se puede escapar.
El elenco se desenvuelve de manera desigual, pero en general flojea bastante; se hace evidente una falta de trabajo de dirección de actores, que, por ellos mismos, y añadido un contenido y calidad de diálogos en su mayor parte pobres, poco acertados y sin demasiado meollo (con algunas excepciones), no son capaces de sostener, por mucho esfuerzo que le metan. Incluso Patrick Wilson y Vera Farmiga muestran durante todo el metraje en su expresión, un cansancio casi crónico, que lleva a dudar si es intrínseco del papel que interpretan, o es que ya no pueden más con la falta de referencias y pautas.
El pelirrojo irlandés, Ruairi O’Connor, que convence más por esa presencia que combina de forma extraña un natural atractivo en la belleza de su rostro, y lo siniestro en su mirada, está infraexplotado, y a pesar de que a su personaje se le quiere conferir una gran dosis de efectismo, se desinfla como un balón por la falta de garra, ya sólo en la primera escena del exorcismo, en la que su invitación al demonio a entrar en él para salvar al chiquillo (un calco del hermanito pequeño en la película “Verónica” (2017), de Paco Plaza), no se compone ni como ínfimo atisbo de lo atemorizante y trágico del “¡Entra en mí!” del Padre Damien (Jason Miller) en “El Exorcista” (1973).
Toda la escena inicial, con el cura llegando, poniendo una cara de: “¡ostia, que han empezado sin mí!”, y el sobrecargado despliegue de chirimbolos sonoros y visuales, más que un homenaje al clásico de Friedkin, acaba antojándose como una parodia del mismo.
Sólo John Noble, a pesar de lo reducido de su papel, clave en el desembrollo de la trama, con sus marcadas facciones que lo harían ideal para un Joker sin demasiado maquillaje, consigue superar esa tónica mediocre. El personaje Eugene Bondurant, al que se logra dotar de un aire tremendamente espeluznante, al final se hunde directo al fondo con la patética puesta en escena de su final.
Crítica y público tienden a adoptar una actitud demasiado fetichista en relación a lo que se pueda esperar de una cinta, teniendo en cuenta quién está al cargo; en el caso de “Obligado por el Demonio”, independientemente de su discutible resultado, el que Wan se bajara del puente para ponerse a un lado en producción, y fuese el novel Michael Chaves, quién se estrenó precisamente en “The Curse of la Llorona” (2019), ya puede haber causado un cierto efecto de animadversión. Lo cual no tiene porque tener fundamento; independientemente de las cualidades propias y de la pericia profesional en conducir un guion, muchas veces son los “de arriba”, los productores, los que meten mano, y no en pocos casos, los que tienen la última palabra en asuntos de índole técnica y artística. Precisamente esta podría ser una de las razones por las que Wan declinara, por no poder tener carta blanca en su trabajo.
Chaves no acaba de convencer. No faltan evidencias de que todavía está verde, y para mi gusto la labor le viene un poco grande.
Michael Burgess (fotografía), logra construir una adecuada atmósfera en la recreación de los escenarios a los que nos lleva una compleja trama narrativa.
El montaje permite que el discurso de la cámara nos vaya manteniendo frente a la primera persona de la pareja protagonista, como conductores de todo el hilo argumental, sin que el espectador pueda perderse en las vías secundarias.
No hay un abuso de efectos especiales, pero acercan más el cariz a un género fantástico, con toques socarrones que resultan harto impertinentes en determinados momentos (lo cual constatan los diálogos), rompiendo la atmósfera de terror.
Joseph Bishara se está convirtiendo en un referente de las bandas sonoras del cine de terror en lo que va de este s.XXI, principalmente por su participación en otras producciones de la saga “Warren”, y en otras de afín índole, como las de la franquícia de “Insidious” (2010 – 2018), o la más reciente “Malignant” (2021). Uno de los denominadores bastante comunes en todas ellas, es la dirección de James Wan. Nombre, pues, que encontraremos comúnmente asociado a este compositor de cariz vanguardista.
Por encima de un estilo tonal, más o menos disonante, e incluso del serialismo dodecafónico, Bishara juega en extremo con los efectos sonoros que resultan de combinar en la partitura los instrumentos de la orquesta, con instrumentos electrónicos.
Con los motivos que emplea (especialmente característicos en el uso de los metales y de la percusión), pretende acercar al máximo la función descriptiva de los mismos con la vivencia de lo que está sucediendo en escena. Uno de los motivos más característicos (no desarrolla temas musicales melódicamente elaborados) y recurrentes, es el que trombones y tubas (a veces sobre el fondo, o precedido de un ostinato disonante de las cuerdas) mayoritariamente protagonizan como elemento descriptivo de la presencia del demonio; a modo de “leitmotiv”. En los momentos en que se transmite algo de paz y sosiego, principalmente aquellos que evocan el amor de juventud de Ed y Lorraine, escribe una sencilla sucesión tonal harmónica, típica de las músicas ambientales para las sesiones de meditación o mindfulness, más que potenciadora del carácter idílico de lo que tendría que transmitir, y las más veces, siempre derivando o transportando a otra atmósfera completamente distinta: lúgubre y turbadora, para reconducir de nuevo a la audiencia al siniestro clima del que no se puede escapar.
El elenco se desenvuelve de manera desigual, pero en general flojea bastante; se hace evidente una falta de trabajo de dirección de actores, que, por ellos mismos, y añadido un contenido y calidad de diálogos en su mayor parte pobres, poco acertados y sin demasiado meollo (con algunas excepciones), no son capaces de sostener, por mucho esfuerzo que le metan. Incluso Patrick Wilson y Vera Farmiga muestran durante todo el metraje en su expresión, un cansancio casi crónico, que lleva a dudar si es intrínseco del papel que interpretan, o es que ya no pueden más con la falta de referencias y pautas.
El pelirrojo irlandés, Ruairi O’Connor, que convence más por esa presencia que combina de forma extraña un natural atractivo en la belleza de su rostro, y lo siniestro en su mirada, está infraexplotado, y a pesar de que a su personaje se le quiere conferir una gran dosis de efectismo, se desinfla como un balón por la falta de garra, ya sólo en la primera escena del exorcismo, en la que su invitación al demonio a entrar en él para salvar al chiquillo (un calco del hermanito pequeño en la película “Verónica” (2017), de Paco Plaza), no se compone ni como ínfimo atisbo de lo atemorizante y trágico del “¡Entra en mí!” del Padre Damien (Jason Miller) en “El Exorcista” (1973).
Toda la escena inicial, con el cura llegando, poniendo una cara de: “¡ostia, que han empezado sin mí!”, y el sobrecargado despliegue de chirimbolos sonoros y visuales, más que un homenaje al clásico de Friedkin, acaba antojándose como una parodia del mismo.
Sólo John Noble, a pesar de lo reducido de su papel, clave en el desembrollo de la trama, con sus marcadas facciones que lo harían ideal para un Joker sin demasiado maquillaje, consigue superar esa tónica mediocre. El personaje Eugene Bondurant, al que se logra dotar de un aire tremendamente espeluznante, al final se hunde directo al fondo con la patética puesta en escena de su final.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
El guión es una pieza ambiciosa. En primer lugar, porque se desmarca del exclusivo encuadre de una casa encantada en la que se exorciza o salva a unas víctimas de una presencia demoníaca, y deriva a un periplo de pesquisas detectivescas (propio de “El Mentalista”, “Expediente X”, o hasta “Poirot” o “Las Aventuras de Sherlock Holmes”), ya no para neutralizar a una amenaza de origen espiritual, sinó para descubrir y dar su merecido a quienes han conjurado e invocado a esos seres malignos para causar daños a terceros inocentes. Sólo por vileza: asÍ, la “mala” es peor que el propio demonio, que acaba cumpliendo una función de triste recadero.
Por otro lado, esta nueva concepción argumental en línea directa troncal del “Warren” cosmos (“The Conjuring”), se expone con varios retoños de subtramas: en lo que vive Arne, la historia del (ex)Padre Katz, el caso de la chica asesinada…, que se desenvuelven alrededor del eje principal, centrado en el trabajo de los Warren. El script logra entrelazar sin demasiadas fisuras los diferentes bloques o actos, que se van sucediendo, siempre en función del recorrido que protagonizan Wilson y Farmiga.
Una lástima que no se llegara más al fondo de todas estas historias paralelas, aunque es comprensible por el hecho de que el exceso de metraje que habría supuesto, tal vez habría requerido un formato al estilo de las miniseries para Tv o plataformas como Netflix como “IT”, “La Niebla”, “La Maldición de Bly Manor”…
En la resolución, un desdoble que hace discurrir simultáneamente la escena del final de la posesión de Arne (que se antoja calcada a la última de “Amityville: La Posesión” (1982), de Damiano Damiani; nótese que el cliché de caracterización de Ruairi O’Connor es muy parejo al de Jack Magner), con la del descubrimiento y destrucción de la guarida de la pérfida bruja (y de ésta misma), a cargo de los Warren. Supuestamente usado el recurso para potenciar la tensión del clímax final, ambas secuencias superpuestas son una especie de caricatura, que desmerece bastante la conclusión por quedar desvirtuado el intento de culminar el crescendo de terror; por una parte, Arne levitando, a punto de rebanarse el cuello con un cristal mientras la boba de su novia (Sarah Catherine Hook), haciendo de santa mojigata arrimada a él, y el cura “en guardia”, a guisa de combate de esgrima, rezando padrenuestros, más cagado que los que observan desde la garita de vigilancia, mientras las luces en constante parpadeo como si al tiempo estuvieran friendo a alguien en la silla eléctrica.
Por otro lado, en análoga situación, Lorraine deshaciéndose en rezos y súplicas, mientras Ed se debate si descerrajar el mazazo sobre la cabeza de su consorte, o sobre el altar donde se practicaba la brujería (todo sea dicho: ¿cómo se come que alguien tocado de un serio infarto sea capaz de corretear por el bosque tras su mujer en pleno trance de visiones, o de ejercer la fuerza para cargarse una mola de piedra con tal herramienta?).
Sin embargo, resulta un gran puntazo la metáfora del descenso a los avernos de la mente para demoler aquello que nos enquista y hace esclavos de nuestros traumas. La alegoría mesiánica o de redención que se propone, con clara referencia a los pasajes bíblicos del Antiguo Testamento, en los que Dios exige que sean derribados los altares de los ídolos (que, precisamente, de origen en las deidades mesopotámicas, han sido importados por la tradición cristiana para representar al Demonio), resulta contundente a efectos de la validez del desenlace, así como el plano final de Ed, dejando el cáliz del rito satánico en uno de los estantes de su museo, ya no como uno de esos peligrosos objetos que era necesario mantener a cal i canto porque eran vehículos para el Maligno, sinó también, y por encima de todo, como un trofeo de su éxito.
Lástima que para pintar tan posible bello lienzo, Michael Chaves utilizara una brocha gorda.
Por otro lado, esta nueva concepción argumental en línea directa troncal del “Warren” cosmos (“The Conjuring”), se expone con varios retoños de subtramas: en lo que vive Arne, la historia del (ex)Padre Katz, el caso de la chica asesinada…, que se desenvuelven alrededor del eje principal, centrado en el trabajo de los Warren. El script logra entrelazar sin demasiadas fisuras los diferentes bloques o actos, que se van sucediendo, siempre en función del recorrido que protagonizan Wilson y Farmiga.
Una lástima que no se llegara más al fondo de todas estas historias paralelas, aunque es comprensible por el hecho de que el exceso de metraje que habría supuesto, tal vez habría requerido un formato al estilo de las miniseries para Tv o plataformas como Netflix como “IT”, “La Niebla”, “La Maldición de Bly Manor”…
En la resolución, un desdoble que hace discurrir simultáneamente la escena del final de la posesión de Arne (que se antoja calcada a la última de “Amityville: La Posesión” (1982), de Damiano Damiani; nótese que el cliché de caracterización de Ruairi O’Connor es muy parejo al de Jack Magner), con la del descubrimiento y destrucción de la guarida de la pérfida bruja (y de ésta misma), a cargo de los Warren. Supuestamente usado el recurso para potenciar la tensión del clímax final, ambas secuencias superpuestas son una especie de caricatura, que desmerece bastante la conclusión por quedar desvirtuado el intento de culminar el crescendo de terror; por una parte, Arne levitando, a punto de rebanarse el cuello con un cristal mientras la boba de su novia (Sarah Catherine Hook), haciendo de santa mojigata arrimada a él, y el cura “en guardia”, a guisa de combate de esgrima, rezando padrenuestros, más cagado que los que observan desde la garita de vigilancia, mientras las luces en constante parpadeo como si al tiempo estuvieran friendo a alguien en la silla eléctrica.
Por otro lado, en análoga situación, Lorraine deshaciéndose en rezos y súplicas, mientras Ed se debate si descerrajar el mazazo sobre la cabeza de su consorte, o sobre el altar donde se practicaba la brujería (todo sea dicho: ¿cómo se come que alguien tocado de un serio infarto sea capaz de corretear por el bosque tras su mujer en pleno trance de visiones, o de ejercer la fuerza para cargarse una mola de piedra con tal herramienta?).
Sin embargo, resulta un gran puntazo la metáfora del descenso a los avernos de la mente para demoler aquello que nos enquista y hace esclavos de nuestros traumas. La alegoría mesiánica o de redención que se propone, con clara referencia a los pasajes bíblicos del Antiguo Testamento, en los que Dios exige que sean derribados los altares de los ídolos (que, precisamente, de origen en las deidades mesopotámicas, han sido importados por la tradición cristiana para representar al Demonio), resulta contundente a efectos de la validez del desenlace, así como el plano final de Ed, dejando el cáliz del rito satánico en uno de los estantes de su museo, ya no como uno de esos peligrosos objetos que era necesario mantener a cal i canto porque eran vehículos para el Maligno, sinó también, y por encima de todo, como un trofeo de su éxito.
Lástima que para pintar tan posible bello lienzo, Michael Chaves utilizara una brocha gorda.