Si hay algo que el cine de Buñuel, en general, rehuye de manera rotunda y persistente, es la complacencia: en el ánimo del director aragonés siempre hay un impulso provocador, perturbador y que busca desazonar, desde múltiples 'puntos de ataque' (lo onírico, lo escatológico, lo estrambótico...) a su espectador. Pero hay cintas en las que ese ánimo alcanza cotas tremendas, y una de ellas es, sin duda alguna, 'Los olvidados': cine formalmente turbio, oscuro y desaliñado al servicio de una historia cuyas dosis de vitriolo y acidez son difícilmente igualables. Mezclar infancia y miseria, en una historia de la que nadie sale moralmente bien librado —en la medida en que las víctimas terminan demostrando que su catadura no es nada mejor que la de sus verdugos—, consigue que la propuesta de Buñuel cause tanta tristeza como espanto. La tristeza de comprobar que las estructuras sociales en las que nos movemos son generadoras 'naturales' de desigualdades en las que se incuban pobreza, maldad, podredumbre y, en último extremo, muerte. El espanto de constatar, también, que la naturaleza del hombre, quizá, no facilita el ponerle arreglo a tales desmanes. ¿Lucidez suprema o pesimismo desperanzado? Vean y juzguen por ustedes mismos/as...