Volvamos por un momento a "El exorcista". La original de 1974. Uno de sus grandes atractivos era su vocación realista. Por eso la obra maestra de William Friedkin sigue tan fresca como hace 50 años. La obligación de una película es embaucar al espectador para que se crea lo que ocurre en la pantalla. Por ejemplo que Superman con sus mallas nos cause respeto en lugar de risa. Yo me creo "El Exorcista". Me creo a esa familia acomodada, su bonita casa y a Regan correteando por ella con su luminosa ingenuidad de niña. Pero sobre todo me creo la paulatina evolución de ese mal desconocido que, poco a poco, se apodera de ella.

"El Exorcista", a pesar de su festival de vómitos, nunca saca los pies del tiesto. El punto de vista de Friedkin siempre es naturalista. Precisamente porque lo sobrenatural es la excepción en un mundo racional con el que podemos identificarnos. El realismo enfatiza la anomalía paranormal.

"Expediente Warren" es todo lo contrario. Lo real es la excepción. Raro sería que en la película una manzana cayera de un árbol al suelo, sin hacer antes tres piruetas y dos giros con tirabuzón. Las leyes de Newton son impensables en una película plagada de criaturas diabólicas, pentagramas y conjuros. "Expediente Warren" es el Eroski de las almas en suplicio, la orgía soñada de Iker Gimenez, el Tinder de los fantasmas. En fin, no hay quien se lo trague.

Pero todavía puede ser peor. Señores productores de la franquicia: basta ya de efectos mil veces vistos. Recursos formales agotados que insultan la inteligencia del espectador. Basta ya de luces que parpadean, de figuras siniestras al final del pasillo o cuerpos poseídos que parecen bailar una capoeira. El abuso de tópicos es tan bochornoso que roza la parodia. Por un instante creo estar viendo "Scary Movie" enésima parte.